El 16 de abril el Sporting jugó contra el Alavés. Iban empatados y en el tiempo de descuento le anulan un gol a Campuzano tras no sé cuántos minutos de deliberaciones abstrusas entre el árbitro y el VAR. El Comité Técnico de Árbitros resolvió que le habían birlado dos puntos al Sporting. Hubo dos elementos de conflicto. Uno fue que el fuera de juego había sido muy anterior al gol. Como en cada gol el VAR rebobine todo el partido, se puede anular cualquier jugada. El otro fue que el fuera de juego había sido tan ajustado que casi recurren a microespectropía avanzada para establecer las micras que hacían ilegal la posición de Aitor García. Un airado Antón Meana hizo en la radio una propuesta que parece una broma, pero que a mí me parece inteligente: a los operarios del VAR deberían ponerles solo 15 segundos las imágenes de una jugada dudosa. Si en 15 segundos no son capaces de ver un fuera de juego, es que no hay fuera de juego. Si necesitan media hora y asesoramiento de la NASA para decidir un fuera de juego, están haciendo el ganso.
Como sugiere Meana, a veces no hay más términos morales en un problema que los que se puedan ver en 15 segundos y la inmoralidad es darle más vueltas. Cuando la vida pública parece reclamar moralidad simple, es que se están desafiando aspectos básicos de la democracia y de la justicia. Hablemos, por ejemplo, de vivienda y okupas.
España vivió del campo hasta hace poco. En un país con economía básicamente agrícola el control de la tierra marcaba la posición de cada uno. La tierra eran latifundios en manos de muy poca gente, la explotación era disfuncional y el país se desmigajaba en masas de población a granel desposeídas y sin derechos. La reforma agraria fue una de esas tareas de construcción nacional eternamente aplazada y ferozmente enfrentada por las oligarquías. Era la eterna disputa entre la legítima propiedad privada y la necesaria anteposición del bien general al particular en un país estructurado (no comunista, estructurado). La vivienda lleva camino de convertirse en la versión postmoderna de lo que fue la propiedad de la tierra. Cada vez menos gente compra vivienda, porque no puede, y cada vez se venden más viviendas. Es decir, cada vez menos gente tiene más viviendas. Los alquileres se comen la mayor parte del trabajo de los jóvenes. A veces se lo comen todo y sencillamente se tienen que atechar en casa de sus padres. Cada vez se gana más con rentas y menos con el trabajo. Una disfunción en toda regla. Como con las tierras, la reforma de la vivienda empieza a ser una cuestión de vertebración nacional. No está en el manifiesto comunista. Está en el artículo 47 de nuestra nada excéntrica, ni aventurera, ni comunista Constitución.
Es una cuestión de gestión compleja y moralidad simple. Los poderosos quieren ausencia de reglas y de autoridad por lo mismo que la quieren los matones del recreo: para que ley sea la fuerza y la autoridad sean ellos. En 15 segundos se ve que eso está mal. Las relaciones sociales tienen que regularse. La regulación no es lo que nos quita la libertad, es lo que nos separa de la jungla. Está mal que la mayoría de la población esté desprotegida y sin derechos: es una inmoralidad darle vueltas. También es un caso moralmente simple si hay que dar razones o mentiras. Las mentiras son que en España los propietarios son humildes y están desprotegidos, que las okupaciones son una plaga que nos amenaza y que la regulación del alquiler favorece a okupas violentos que se aprovechan de los ahorros de buena gente. Las cifras oficiales se pueden consultar en la página del Instituto Nacional de Estadística. El número de okupaciones no es el número de denuncias, sino el número de denuncias verdaderas. La okupación de una casa habitada se llama allanamiento. La okupación de una casa vacía se llama usurpación. En 2016 hubo 357 allanamientos; en 2021 hubo 230. Son muy pocos y bajando. Por eso casi nadie conoce a alguien a quien le hayan okupado su casa. La mayor parte de las okupaciones son usurpaciones que suceden en casas vacías de personas con muchas posesiones, grupos de inversión o bancos. En 2017 hubo 6757 usurpaciones y en 2021 hubo 4302. Son muchas más que los allanamientos, pero no es para desmayarse, no es un problema social de primer orden y es un delito también a la baja. Pero en 2022 hubo 38266 desahucios. Más de cien al día. Es mucho más habitual la imagen de una familia puesta en la calle que la de una familia con extraños instalados en su casa. Los desahucios tienen detrás pobreza y las okupaciones, mucho más raras en el caso de la usurpación y rarísimas en el caso del allanamiento, una versión más avanzada de lo mismo.
La ley no se discute y el derecho a la propiedad tampoco. Pero es evidente que unos pocos van copando la vivienda y cada vez más gente está trabajando para el lucro de esos pocos. Las oligarquías tienen sus representantes políticos y casi el monopolio de los canales de televisión. Y mienten. El problema de la vivienda es el acceso a la vivienda. Casi nadie conoce a víctimas de allanamientos y todos estamos rodeados de jóvenes que apenas les llega el salario (los que lo tienen) para tener donde vivir y que ni sueñan con tener vivienda propia. Mienten de todas las formas posibles. Mienten de manera directa negando los hechos. Mienten con la falacia de la casuística, es decir, dando el mismo peso a la excepción que a la norma. Sí hay allanamientos, pero son pocos. La falacia de la casuística prende más fácil cuando se llena de relato y detalles el caso particular. La sordidez de un solo crimen, contada con mucho pormenor y ocupando muchos días la atención pública, aunque sea una rareza, en el ánimo pesa como si ocurriera muchas veces. Mienten enfrentando lo que se afirma del caso general con lo que ocurre en un caso particular. Que los allanamientos no sean un problema grave no pretende decir que el señor que fue víctima de un allanamiento no tenga un problema grave. Y mienten cuando denigran a quienes no pueden acceder a la vivienda como masas delincuentes.
La inmoralidad en torno a la vivienda a la vez hereda y educa malas prácticas sociales que degradan la vida social. La forma de dar aires éticos a la injusticia es denigrando a quienes la padecen. La aporofobia y el principio de que vales tanto como tienes impregna los discursos conservadores cada vez con más desvergüenza. La cultura del esfuerzo no se predica hacia el futuro: esfuérzate y conseguirás llegar a alguna parte; sino hacia el pasado: los que tienen es porque se esforzaron. Si tienen por algo será, si es pobre por algo será. Asociando la pobreza con la violencia, la incapacidad o la pereza presentan como defensivas acciones intimidatorias y, estas sí, violentas para amedrentar a los humildes, a los inquilinos no rentables o a okupas de casas vacías. Se normaliza que se dejen ver escuadrones de matones fascistas uniformados, a un paso de ser grupos paramilitares, con complicidad de la policía y con una sorprendente impunidad. Si no se enfrenta el problema, la vivienda exportará este modelo a toda la organización social: desregulación (es decir, jungla y sindiós), denigración del débil, violencia paramilitar e intimidación.
Causó un revuelo inmerecido la intervención de Ayuso sobre estas cuestiones y la justicia social. Sobre la justicia social dijo que si la justicia es social, entonces es cultivo de la envidia y el rencor; dijo también que la justicia social era un invento de la izquierda. Y dijo una tercera cosa, sobre que ella misma hablara de justicia social en su campaña: «A ver … yo … da igual». La primera afirmación es inmoral en su intención, pero solo parcialmente falsa. Es falso que la injusticia social consista en envidias, pero es verdad que genera rencores. Y puños apretados. La tercera es sincera: en «A ver … yo … da igual» todo es franqueza. Y la segunda es una verdad palmaria: claro que la justicia social es un invento de la izquierda. La propia izquierda no debería olvidarlo. Ni olvidar que en la reforma agraria el respeto simultáneo a la propiedad privada y al bien general consistió en expropiar y compensar.
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