Supongo que la mayoría fuimos turistas varias veces y que sabemos que, en condición de turistas, nunca somos nuestra mejor versión. Vestimos peor y desactivamos protocolos sociales, parecemos más bobos de lo que somos. Esa es la gracia de permitirte unos días de turismo: que nada tiene consecuencias, como si vivieras un tiempo remansado. Como turistas somos previsibles y transparentes. Si coges un taxi en Estambul no hace falta decir adónde vas, cualquiera sabe en qué parte de la ciudad te alojas. El taxista te pregunta si ya viste tal o cual cosa, si ya comiste esto o aquello, en listas breves y cerradas, porque sabe de sobra qué es lo que vas a ver y a comer. Por eso los sitios turísticos tienen una relación confusa con los turistas. Por un lado, son bienvenidos porque son riqueza y sustento. Y por otro lado se les mira con un punto irónico y a veces de hastío.
No nos toca hacer turismo, pero sí campaña electoral, que es parecido. Las campañas electorales son episodios estéticamente lastimosos de la democracia. En campaña nadie es su mejor versión, incluso personas dignas de crédito tienen que repetir frases rígidas, mostrar sonrisas antinaturales, vestir ropas a juego con la sonrisa y ponerse ante fondos a juego con las ropas. No se sonríe porque se esté distendido o contento. Los ultras ceñudos que ponen gesto de alarma y escenifican puños amenazantes, ni están enfadados, ni alarmados, ni son soldaditos de verdad. Todo es un teatrillo, ni el público cree que todo eso sea auténtico ni los actores fingen pretender que se les tome en serio. Cuesta creer que realmente las campañas sean la información que la gente toma en cuenta para decidir su voto. Parece más bien que son un caso más del principio de la Reina roja, en cuyo país el paisaje se movía y había que correr para mantenerse en el mismo sitio. Cualquier político puede suponer que su campaña no le va a dar más votos pero, dado que los demás candidatos harán campaña, tiene que hacerla también para no perder votos: correr para quedar donde estás. Las campañas son un trance de la democracia que da pereza.
Y sin embargo esta vez las primeras horas de campaña (cruzo los dedos) me hacen sentir bien. Esta vez, siendo todo igual de cartón piedra, tengo la sensación de que la democracia mejora un poco en campaña. Las democracias retroceden. Hay pocas dictaduras que caminen hacia la democracia y a la vez en las democracias va creciendo la mugre autoritaria y además lo hace con los votos del pueblo. Hay al menos tres aspectos que nos muestran la degradación de la democracia y de la conducta colectiva en España y en el mundo.
En primer lugar, el grado de brutalidad tolerado. Ya vimos en Barcelona el arranque de campaña de la extrema derecha, empapando el tejido de la derecha a secas, al hilo del bulo de las ocupaciones (hay muchos más desahucios que ocupaciones de casas habitadas). Vimos a muchachotes nazis y manifestantes coléricos jugando a hazañas bélicas gritando «puta Ada Colau» como referencia ideológica. Un diputado de Vox truena que Irene Montero va a enseñar a los niños cómo meterse el dedo en el culo. El nivel de las crudezas machistas, arranques racistas o insultos zafios es un paso hacia el autoritarismo.
En segundo lugar, la deshumanización propia y ajena. En un concierto de rock, en una manifestación, en misa o en la red social, allí donde nos juntamos muchos convocados por alguna afinidad emocional, emerge del conjunto un halo de complicidad que nos lleva a tratar con desconocidos con una afectividad efusiva, eléctrica. Inversamente, una amenaza como un incendio hace que emerja de la multitud una mezcla de miedo y hostilidad que nos lleva a dar codazos y a pisar a desconocidos. Para bien y para mal, muchas veces la masa nos absorbe y nos deshumaniza, nos induce un estado gregario e irracional. El problema es mover la conducta que debería ser racional desde las sensaciones gregarias. Los amigos de Facebook no son amigos, los colegas que saltaban eufóricos con nosotros en el concierto no son colegas y los que nos dieron fraternalmente la paz en la misa no son hermanos nuestros. Y los que se apelotonaban en el incendio no son nuestros enemigos. Votar en esos estados deshumanizados y gregarios inducidos por la polarización y la bronca es corrosión de libertades. Y también deshumanizar a los otros. Reducir a la gente a un estereotipo grupal (negro, maricón, inmigrante, comunista) sin individualidad es deshumanizar. Eso libera las trabas a la brutalidad y por ahí se nos van tajos de democracia.
Y en tercer lugar, la confusión de las soluciones a los problemas con identidades emocionales y excluyentes. Si los servicios públicos se debilitan, podemos pensar que hay que subir impuestos o que hay que bajarlos, que se necesita más personal o que se necesita menos pero más diligente. Pero si, contra el desamparo de los servicios públicos, en vez de soluciones buscamos satisfacción en la afirmación enérgica de la unidad y orgullo de España, en la firmeza frente a inmigrantes, o en la reafirmación de la familia natural, la de mis abuelos, sin el lío ese de hombres casándose con hombres, estaremos pasando las soluciones a la reafirmación excluyente de la identidad propia y rabiosa, racial, nacional o sexual. Y podemos votar a quienes expresamente quieren quitarnos esos servicios públicos (en Portugal Chega! llegó a pedir la supresión del Ministerio de Educación), si afirman la unidad nacional y el orgullo racial o de familia, si hacen sentir a la gente el privilegio de estar en el grupo bueno y como si esa afirmación identitaria fuera solución a los problemas o simplemente los problemas no necesitaran solución. El voto en ese estado de ánimo es otro avance de la humedad autoritaria en las paredes de la democracia.
Decía que las democracias retroceden. La mentira sistemática busca solo parcialmente el engaño. Lo que busca sobre todo es que la gente no crea en nada y vuelque su indignación en desafección por las instituciones. Chile nos recuerda que la indignación es combustible, pero no ideología. Se pasó del voto masivo a la izquierda al voto masivo a la ultraderecha, pero no porque haya cambiado el ánimo o ideas de los votantes. En España podemos palpar esta confrontación extrema sobre distracciones (ETA, okupas, España) y no sobre soluciones a los problemas. Y llegamos al principio. La campaña electoral no nos pone ante el delirio del Gobierno rompiendo España o Irene Montero haciendo que nos metamos el dedo en el culo unos a otros. La campaña electoral nos pone ante el acto real de votar. Y en estas primeras horas tengo la sensación de que la política española fuera una caja elástica forzada y deformada por todas partes y de que la realidad próxima del voto distendiera estas perturbaciones y la caja elástica recuperara su forma natural y se alejara de la locura (cruzo los dedos otra vez). La campaña será la sarta de horteradas habitual, pero percibo en este caso su mera existencia como benéfica para el ambiente democrático. Claro que todo tiene sus límites. En Asturias, la caja elástica política recupera una forma tan igual y tan rígida que la política llariega parece orgánica. No importa la implosión descerebrada de Podemos o cuánto recuerda Canga a Manuel Pizarro, aquel fichaje de Rajoy tan sonrojante que lo tuvieron que esconder después de debatir con Solbes. No importa que aquella urgencia de cambiar el estatuto se haya convertido en silencio en los mismos actores. No importa que, siendo Errejón el más reacio a fundir a Podemos con IU en una candidatura, ahora se coaliguen IU y Más Asturies y Podemos vaya aparte. Ni importa la desafección del PSOE por su alcaldesa en Gijón y su descabalgamiento. Los espacios políticos en Asturias parecen moldes que los asturianos iremos llenando de votos en el tamaño ya prefijado. Pero sin llegar a esta rigidez, que en campaña se aflojen las pulsiones de brutalidad y la vida política recupere una forma más reconocible es un momentáneo alivio. Momentáneo. Los urdidores de odios raciales y vitriolos patrioteros siguen trabajando.
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