Se detecta una tendencia general a buscar refugios ciertos frente a la liquidez desconcertante del presente, y ahí entra como un huracán el inminente estreno de la quinta entrega de Indiana Jones. La presentación será por todo lo alto en el festival de Cannes, pero los visitantes de esos lugares con pantalla grande, butacones y oscuridad llamados cines ya hemos podido ver pequeños avances de la película. Vuelve Harrison Ford al personaje con 80 tacos y, a la espera de ver cómo han pasado cuarenta años sobre la historia y el arqueólogo, la simple irrupción en la sala de las primeras notas de su legendaria banda sonora provoca un efecto automático de confort y de estar en casa que no puede resultar más agradable.
Cuando se estrenó la primera película de Indiana Jones, en el año 1981, este mundo era un lugar distinto. A España, el Arca Perdida llegó el 5 de octubre, después del golpe de Estado fallido, de que se promulgara el Estatuto de Autonomía de Galicia, de que la Policía liberara a Quini de su secuestro, del atentado contra Reagan, del primer caso por intoxicación con aceite de colza, del caso Almería, de la boda de Carlos y Diana, de que se legalizara el divorcio, de la creación de la MTV, del lanzamiento del MS-DOS. Ese mismo año 81, Francia abolió la pena de muerte, asesinaron a Anwar el Sadat, Ruiz Mateos compró Galerías Preciados, Albor ganó las elecciones, se aprobó el ingreso de España en la OTAN, España adoptó una bandera y un escudo nuevos y nació oficialmente Siniestro. En este planeta tan lejos del que habitamos apareció Indiana Jones por vez primera y, aunque esta última entrega con un Harrison Ford anciano sea una estupidez carísima y ortopédica, ese tatarata que vuelve a sonar en la oscuridad nos recuerda para qué vale el cine. Y qué gusto da.
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