Es un sábado cualquiera, en mitad de un puente caluroso, de esos en los que parece que la ciudad se para, que no respira. Encefalograma plano. Son esos, días en los que uno empieza echando de menos, casi por automatismo, el ruido de los coches, la gente poblando las terrazas, el bullicio de la noche madrileña y acaba antes de que termine, pensando si esta ciudad no sería más habitable si esos 2 ó 3 millones de personas que han huido ido no volvieran.
Días de soledad urbana, de calles desnudas, días que huelen raro, teñidos de silencios en los que la ciudad duerme a todas horas. A mí se me antojan días idóneos para revisar esas pequeñas cosas de nuestras vidas, esas que tenemos a mano y a las que nunca hacemos caso.
Ese ejercicio casi freudiano empieza por un clásico: limpieza de armario. Ahí arranca la catarsis emocional para la que no estoy preparado. Revisando mi superpoblado armario, me tropiezo con esos pantalones de pana, descoloridos, sin una "puesta" en 10 años, que andaban escondidos entre otros dos más actuales. Esos, los que van a ir al cementerio de los pantalones, me traen el recuerdo de mis hijos pequeños, peleándose en la cocina por cualquier nadería.
Todo un mundo para mí entonces. Los recuerdos se amontonan, como si llevarán años ahí, esperando a que me asomara a la Caja de Pandora para colarse en mi mente ociosa.
Viajo 20 años atrás, mientras descarto fotos desenfocadas, en las que sale alguien con la cabeza cortada y uno se pregunta por qué las ha guardado. Por qué tanto apego a las cosas. Si como bien decía Borges, a las cosas no le importamos nada. Durante el descarte, de la mano de fotos desteñidas, cartas y recuerdos varios, recorro varios puntos de la geografía española y hasta alguno europeo.
El contenido de las cajas me transportan a los días en los que iba y venía en el día a Londres y mis hijas me esperaban, ya avanzada la noche, con la pregunta de manual de los hijos en estos lances: ¿Qué me has traído, papá?Yo, sabedor del cariñoso y genuino recibimiento, no exento de esa mirada fija en mi maleta de viaje, había comprado un plumier a cada uno, o un gadget de esos que duran apenas lo que duraban las pilas.
También encuentro en esa búsqueda de no sé sabe bien qué, una foto a la que tengo un cariño y un apego especial. No puedo dejar de mirarla.
En papel Kodak, ese grueso, de formato cuadrado y colores algo desdibujados por los años, veo una foto en la que aparecemos mi hermana Vicky y yo posando bajo el Árbol de Guernica, símbolo de la guerra cainita española, de la resistencia y de la libertad del pueblo vasco.
Mi padre andaba entonces destinado en Bermeo y le acompañamos en esos días. Cuando visitamos Guernica, nos llamó mucho la atención ese roble, frente a la Casa de Juntas, erguido y firme como diciendo: “los bombardeos no podrán conmigo”. En aquél instante nos dio por hacernos una foto bajo el árbol de esa pequeña y coqueta picassiana ciudad, que un día quedó asolada.
Sentado sobre la caja de los regalos y escritos llenos de corazones y besos del día del padre, sobre ceniceros de formas imposibles, me preguntó si estoy haciendo una purga de material o más bien revisándome a mí, a mi yo de hace 20 años ...
Andan centrados hoy, estos que nos (des) gobiernan más pendientes de lo que ellos consideran grandes asuntos, esos derivados de compartir cama electoral, que no caen en que la política es el arte de sumar pequeños gestos.
La noticia de la reforma de una ley torpe y gravosa para las víctimas de abusos se tapa con los gestos a la galería de esta ópera bufa que vivimos. Las mujeres atropelladas y vejadas, sus madres, hijos, parejas, se sienten ninguneados por los gestos grandilocuentes, que no entienden de dolor ajeno. Ni un pequeño gesto, ni un guiño a esas mujeres que ven como sus agresores vuelven a poblar las calles. Impunes.
Pasa el puente con más pena que gloria y descubro que en la "purga" planeada, no me he deshecho ni de un 10% de lo que tenía en mente.
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