
Del admirado Francisco Leiro, inmenso pontevedrés de Cambados, me gusta lo que hace y lo que dice. Hace esculturas o formas artísticas enormes, descomunales, de «gigantes y cabezudos», como el mismo es ahora y más que fue antes; venido de saga de gallegos, carnívoros y trabajados. Y dice discursos escuetos sobre secretos del Arte, como, por ejemplo, que el Arte ni se ve ni se descubre a primera vista, acaso -añado yo- por ser «cosa sagrada», estando agazapado y enroscado, como serpiente venenosa, entre misterios incomprensibles. Y también Leiro pronunció discursos sobrios sobre la necesidad para el acabado, para el final de una obra artística, de que los «toques» últimos, siempre necesarios, sean a cargo del contemplador o espectador, nunca del artista. La obra -dijo- la han de terminar los que la miran.
Eso último lo leí a Francisco Leiro en septiembre último, en una revista madrileña, La Lectura se llama, que se dice de cultura, ideas y debate, que es mucho más que un suplemento cultural en ordinario papel de periódico. Lo leído a Leiro -pensé- es importante para otras artes (Técne o Ars), incluidas la Pintura y la Literatura de reflexión, y debiendo conocerlo hasta los simples aficionados, que no aspiran, que no aspiramos, a expedir recetas y pócimas milagreras como de «santón gallego», en ese continuo juego hipócrita del «deber ser» a sueldo, siempre en editoriales, masticados con salivas de otros.
En el artículo que titulamos Las grasas son eróticas, de abierta redacción siguiendo el consejo del escultor gallego de las Rías Bajas, se evitó el alma, anima o animus, otro componente del ser humano, permaneciendo en el corpus, en lo exterior y visible, en la carrocería, partiendo de que la condición humana, acaso también la divina en Cristo, son corporales, de carnes y encarnaciones. Quedé, pues, en la fachada, susceptible de adornos y de pinturas, y añadí: «Como eran antes los graffitis de los vagones viejos del ferrocarril»; también cuerpos de anchuras y estrecheces, de gorduras y flaquezas, DE ENGORDADOS Y ADELGAZADOS, de huesos como palos o de «chichos» y redondeces como «michelines».
Y el cuerpo, los cuerpos humanos y/o sus partes, pueden ser muchas más cosas: puede ser un instrumento musical, productor de sonidos, que es el llamado por los músicos cultos «Corpofono», parecido a una trompeta o a una pandereta; puede ser susceptible de jolgorio, risa, de fiesta carnavalera, y lo que se llamó el «realismo grotesco». No es casualidad que el gran especialista en la esencia grotesca del cuerpo humano haya sido un gran humanista, apellidado Rabelais, que puso énfasis en la risa y en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias, bocas abiertas, órganos genitales, senos, falos, barrigas y narices.
Y el cuerpo revela su esencia, según el gigante Rabelais y sus personajes, parecidos a los de Leiro, «enormes, descomunales, de gigantes y cabezudos» como Gargantúa y Rabelais, en actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento y la agonía, la comida, la bebida y en la satisfacción de las necesidades naturales tan relacionadas con el comer y beber.
Rabelais, escritor francés y del Renacimiento, autor primero de Pantagruel y dos años más tarde de Gargantúa, obra considerada la culminación del arte rabelaisiano, aconseja en el Prólogo: «A ejemplo del perro, tenéis que ser sabios para husmear, oler y estimar estos bellos libros muy sabrosos». Y explica luego, en el capítulo 3º («De cómo Gargantúa permaneció once meses en el vientre de su madre), lo siguiente: «En llegando a la edad viril, casó con Gaznachona, hija del rey de los Parpallotes, hermosa moza y de agradable rostro. Y a menudo jugaban ambos a la bestia con dos espaldas, frotándose las grasas con mucho gusto, de modo que ella quedó preñada de un hermoso varón y lo llevó en sus entrañas hasta el onceno mes» (Recuérdese el título del anterior artículo y debiendo relacionarse las grasas. En el capítulo 13 dice Gargantúa como ya relajado: «Descubrí tras una investigación larga y minuciosa una manera de limpiarme el culo que es la más señorial, la más excelente y la más eficaz que nunca existió».
El 22 de febrero de 2020, en un diario bajo el título El Carnaval de antes y de ahora, escribí: «Es natural que el lingüista ruso, Mijail M. Batjim, haya escogido, para su investigación (sobre lo subversivo de las Fiestas del Carnaval) a otro lingüista como F. Rabelais: un Rabelais que fue monje, cura, teólogo, espía, médico, gran lingüista y artista de la lengua francesa, de vida tumultuosa y misteriosa». Y también apunté: «En el Gargantúa se escribe de «la cañería del culo», de «mascar mierda» y de «la dignidad de las braguetas», que también son del cuerpo. Fiestas del Carnaval que son las grandes fiestas de los cuerpos disfrazados, con ese fondo psicoanalítico que consiste en disfrazarse de lo que a uno le gustaría ser siempre y de verdad: hombres disfrazados de mujeres y muchas Drag Queens, mezcla extraña y confusa entre sexos dispares, hombres y mujeres.
Y si ahora todo es imagen, que hasta las guerras se ganan con la imagen, la imagen sobre el propio cuerpo es esencial, y en la fotografía del cuerpo está el homo photograficus. Selfies a miles y gratis sobre uno mismo, que es mucho trascendentes que un vulgar narcisismo, propio de ellos y ellas, de clase media con dineros, que encargaban en el pasado reciente retratos a pintores locales, meros retratistas, a los que se exigía corregir lo que juzgaban feo, acaso deforme, en sus rostros. Y unos selfies, de cuerpos, de caras y hasta de nalgas que, como dijera el gran fotógrafo Joan Fontcuberta, son «el gran paradigma de la post/fotografía».
Parecerá extraño, pero ocurrió: una de las primeras veces que sentí lo del cuerpo o corpus, no el de Toledo sino el mío, fue escuchando una lección de Derecho Civil donde al corpus, sólo al corpus, se llamaba la posesión natural, que significaba tenencia y disfrute simplemente, frente a la posesión civil que además exigía intención o animus (artículo 430 del Código Civil). Desde entonces el corpus, el cuerpo, tuvo para mí que ver con la Física, es como un instrumento de gozo el de la posesión y sobre todo de la propiedad (artículo 348 del Código Civil), aunque lo «gozoso», tal como los «misterios gozosos» del Rosario, fuera de los clérigos y obispos, ya se pronuncian muy poco -salvo ellos, nadie dice gozar-.
Años atrás, en 2018, leí que Francisco Leiro había dicho también que su obra escultórica era una alegoría sobre la fragilidad humana, lo cual es una enormidad, como enormes son las piezas por él esculpidas. Y resulta que ahora, en 2023, la fragilidad humana es la clave de importantes debates sobre la salud mental de la ciudadanía, tan relacionada con lo que parece o se quiere distante, el cuerpo, estando muy unido a lo espiritual, al alma. Prueba de ello es un libro publicado en 2022, con el aval prestigioso de la Editorial Anagrama, siendo su autora Lola López Mondéjar, psicoanalista y ensayista, titulado Invulnerables e invertebrados, mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo. En la contraportada se dice: «Cada época produce determinados malestares que la representan. Si el siglo XIX fue el siglo de la histeria y la neurosis obsesiva, las patologías que definirían nuestro tiempo serían la depresión, las adicciones, la ansiedad, la anorexia y la bulimia, el trastorno bipolar y la obesidad».
Se centra el asunto principal del libro en lo que se llama «fantasía de la invulnerabilidad», que es, según se dice, una particular ilusión narcisista que permite, a modo de defensa, refugiarse en la omnipotencia y negar la fragilidad. Leiro y López Mondéjar parecen coincidir y estar de acuerdo. Leiro, por artista, utiliza la alegoría, que es a modo de símbolo contradictorio, pues lo grande, lo inmenso, sus «gigantes», precisamente, destacan la pequeñez, lo endeble, lo disminuido, hasta lo milagroso por el insostenible vivir cotidianamente. López Mondéjar, por psicoanalista, nos sienta angustiados en el sofá ante la percepción de la fragilidad, hombres y mujeres huecos (invertebrados) de hoy, sin compromisos sociales ni lealtades personales, y muy adaptados al sistema, invertebrados sin columna.
Añade López Mondéjar que la epidemia de obesidad mórbida ha mostrado un modo de defensa grato a la fantasía de invulnerabilidad: su racionalización, y ello como en la fábula de Esopo, luego en Samaniego, sobre La zorra y las uvas: «Una zorra hambrienta, al ver unos racimos que colgaban de una parra, quiso apoderarse de ellos, y no pudo. Apartándose se dijo a sí misma: Están verdes. Así también algunos hombres, cuando no pueden conseguir las cosas por incompetencia, culpan a las circunstancias».
Continuará con López Mondéjar con obesidades y anorexias, y con el capítulo IV titulado Soy gorda, ¿y qué?
Comentarios