Uno de los dilemas más comunes a la hora de enfrentarse a un problema social es si la mejor solución pasa por la regulación. Hay temas que son eternos y siguen sin llevarse a cabo, como que «la mejor ley de huelga es la que no existe» (recuerdo escucharle esa frase a un profesor durante mi etapa como estudiante de periodismo). Luego hay otros que de vez en cuando se convierten en recurrente actualidad, como ahora con las propinas en la hostelería. Por último, el paso de los tiempos crea nuevas necesidades que de la noche a la mañana se cuelan en nuestras vidas, como pasa en las últimas fechas con la llamada inteligencia artificial (me enteré hace poco que había una cosa que se llama ‘ChatGPT’, que sirve para resolver de manera automática muchos trabajos escolares y para crear discursos variopintos según lo necesite el orador que va a intervenir en un acto). Recuerdo aquella obsesión de Donald Trump con TikTok por ser de origen chino (y que a la postre lo que consiguió fue promocionar a esta marca y aumentar exponencialmente el número de personas que lo utilizan), pero lo último en cuanto a intentar poner algún tipo de control a las aplicaciones de redes sociales por parte de un gobierno es el que ha impulsado Francia. Desde ahora, las y los influencers deben avisar a sus seguidores de que utilizan filtros para embellecer sus fotografías (según el ministro de Economía del país galo, Bruno le Maire, es para limitar los efectos psicológicos destructivos entre las y los jóvenes). En el fondo lo que se debate con medidas de este tipo es que el sector que engloba a las nuevas tecnologías sea más ético y responsable, pero la duda es hasta donde llegan los límites. Sería bueno que se reflexionara los motivos por los que sigue vendiendo la idealización de cuerpos perfectos que a todas luces son irreales (mucho antes de existir Instagram la publicidad convencional recurría en múltiples ocasiones a manipular figuras de hombres y mujeres, usando a varias y varios modelos para configurar un contorno humano con unas manos perfectas, unas piernas bellas y hasta con una voz agradable que no era la de la persona que se publicitaba, aunque se crease una sensación de que era él o ella). Es desde luego un reto y un desafío cómo afrontar este campo de la digitalización y la robotización que cada vez más se expande y nos modifica nuestras relaciones personales y laborales, entre otras cuestiones.
Mucho se ha hablado de una parodia sobre la Virgen del Rocío emitida en un programa de TV3. Volvemos a discutir y a confrontar sobre los límites del humor. Yo soy muy seguidor del Polonia y creo que la sátira en una sociedad como la nuestra es vital para una correcta salud democrática. Es verdad que el sketch en cuestión no me ha resultado gracioso (a diferencia de otras actuaciones que a la misma actriz le he podido ver y han sido excelentes), pero también pienso que a las y los andaluces les tendría que ofender y preocupar mucho más lo que aprobó su parlamento para Doñana que (dentro del contexto y de la temática del espacio televisivo donde se emitió) una imitación al acento andaluz y unas bromas sobre los deseos sexuales de una virgen. Lo que no podemos hacer es defender la libertad de expresión y luego ofendernos cuando nos tocan la fibra, por muy desagradable que sea la puesta en escena. Recordaba esta semana que hace unos años me pareció fantástica la reacción del asturianismo cuando en ‘La Vida Moderna’ se rieron de la llingua. Lejos de sentirnos insultados (y creo poder hablar en nombre de todas y todos los que estamos a favor de la oficialidad), creo que se supo llevar de una manera correcta, porque realmente quienes atacan y ponen palos sobre las ruedas para preservar nuestro idioma propio no son tres humoristas que en un programa de la radio hacen su trabajo, sino que los verdaderos obscenos, maleducados y faltosos son quienes se dedican a patear al inicio de las óperas en el Campoamor y a utilizar expresiones como «vividores del bable» o «chiringuitos» en sus discursos. Si no somos capaces de diferenciar los contextos, entonces tenemos un problema gordo.
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