Tradiciones fósiles y tradiciones zombis, ya que es Sábado Santo y la Legión salió en la tele
OPINIÓN
Todos necesitamos la gracia divina. Así llama la teología católica a lo que en lenguaje más circunspecto llamamos apego. Es el afecto, amor, protección o aceptación que no hay que merecer, que es seguro y no se puede perder. Se suele aplicar al vínculo de los bebés con su madre y su padre. Pero es el mismo tipo de sensación por la que nos sentimos parte de un grupo humano extenso en el tiempo. Todas las tribus, naciones o «razas» (los nombres cambian según lo normal o perturbado que sea cada cual) tienen historia, real o fabulada. No hay civilizaciones sin principio. Nos gusta ser parte de algo mayor que nosotros. Como todos lo necesitamos, somos muy cooperativos en eso de formar una red colectiva en la que sentir apego. La teología recoge con las manos ese tipo de emoción y la coloca en Dios, pero en realidad está en las personas y es explosiva. El apego de un grupo es la materia prima del altruismo más incondicional, pero también de la peor hostilidad hacia fuera. No hubo ningún Dios que pusiera en nosotros apego por la humanidad global. Por eso los peores mercaderes envuelven sus tráficos ideológicos en la bandera nacional y repiten como dementes el nombre de la nación. Es la forma en que las diferencias políticas se marcan con el filo más cortante y la hostilidad más irracional. La simbología nacional suele ser la tinta de calamar con la que los mercaderes confunden y se ocultan.
Raúl Bocanegra recoge en Público una entrevista con G. Carrera, I. Moreno y J. Pascual sobre la Semana Santa de Sevilla. Es, dicen, una resistencia frente al desarraigo de la globalización, una reafirmación identitaria. Es más una tradición asociada a la primavera que a la religión, añaden. Es expresivo el titular de El Diario: «Procesiones llenas, iglesias vacías». Pero este carácter identitario no es cosa de la Semana Santa, sino de cualquier tradición. Para eso son. Las tradiciones son fósiles de conductas colectivas, cosas que la gente hace con regularidad y sin función. Comer turrón precisamente en Navidad es una tradición, porque no tiene un porqué. La gente no sabe por qué justo en esas fechas, y no en agosto, se come turrón. Los antropólogos saben de dónde vienen esas costumbres, pero en la vida actual son fósiles sin sentido. Las hacemos porque el tejido colectivo en el que recibimos la gracia divina se deshilacha en los días corrientes y de vez en cuando hay que reponerlo, como lo hace nuestra especie: con símbolos como las tradiciones. Esos trozos de conducta fosilizada que se juntan en las tradiciones a su manera son como ecos de otro tiempo, por eso las tradiciones son símbolos que fortalecen el vínculo intergeneracional y que hacen palpar la extensión temporal de la colectividad a la que se pertenece.
Como toda emoción colectiva, las tradiciones se mueven en un filo cortante. Los individuos piensan, las masas no, y todos somos y necesitamos ser las dos cosas, pero a su debido tiempo. Hacemos simulacros de incendios por la certeza de que, en una emergencia así, actuaremos inoportunamente como masa. Es difícil que los mercaderes reaccionarios no codicien hincar el diente en las tradiciones. Son un foco potencial de masificación y hasta de fanatización muy apetecible. Además, es también goloso tratar los fósiles de conducta pasados como materiales vivos y así retener en el presente valores pasados, relativos, por ejemplo, a laicidad, trato con los animales, atención medioambiental o cosas similares. Basta asomarse a Asturias cada 8 de septiembre o a las matanzas de focas de las Feroes para ver ejemplos en que los fósiles del pasado hacen de zombis malignos en el presente. La primera es un ejemplo de aprovechamiento reaccionario del arzobispo de esos ecos del pasado de los que están hechas las tradiciones. La segunda es un ejemplo de barbarie que rechina con la sensibilidad moderna (porque los avances modernos no son solo técnicos).
El filo resbaladizo es el que separa el arrebato de una saeta, que está en lo identitario de la tradición y toca con los dedos el arte, y el arrebato con el que Yadira Maestre ruega con los ojos en blanco la victoria de Ayuso, después de arrancar un cáncer mediando con el Espíritu Santo. Los mercaderes no se resisten a pescar en las tradiciones y convertir los fósiles simbólicos identitarios en zombis reaccionarios devoradores del raciocinio. Los ultras aprovechan el potencial dañino de las emociones colectivas y pretenden que la resistencia a sus demencias parezcan ataques a lo colectivo y desapego de nuestros mayores. Tinta de calamar. Esa mercadería pretende también encasquetar tradiciones ajenas para disfrutar de ese rico río donde pescar zombis. Lo siento por los farsantes, en Asturias no son tradición las procesiones ni los toros. Que se den una vuelta por el sur quienes no lo entiendan.
Las tradiciones, como son comportamientos rituales, por tanto rígidos, colectivos y sin función, cumplen la condición de ser cosas chistosas. Bloquea su comicidad el respeto por la colectividad con que suelen ser miradas, su eficacia teatral (cierto, los pasos de Semana Santa de Sevilla pueden sobrecoger) o su relevancia artística. Siento que no concurran esos atributos en el desfile de La Legión televisado. Separemos capas. No se vea en el comentario aversión al ejército. El ejército no es intrínsecamente un fenómeno reaccionario. Es un cuerpo que actúa en situaciones límite de catástrofe o agresión. En esas situaciones la emergencia exige jerarquía y supeditación al cuerpo armado de protección. Los fachas se dan siempre aires marciales porque su ideario consiste en que la sociedad funcione siempre como en emergencias límite. La gente normal no tiene nada contra el ejército, pero no tiene ese arrobo circense por los uniformes. Más capas. No tienen comicidad los desfiles militares cuando forman parte de un protocolo, a pesar de esos movimientos colectivos espasmódicos. Pero hablamos de mostrar un desfile de La Legión en la televisión pública, como motivo compartido de contemplación. La estética de los desfiles militares va en gustos. A Rajoy y a mí el desfile de la Hispanidad nos parece un coñazo, pero como digo va en gustos y no deja de ser la celebración de no sé qué, no un espectáculo sustantivo. Lo del otro día de La Legión es otra cosa. Para los que tenemos cierta edad sí fue un eco del pasado, de aquellos ditirambos empalagosos de los cuerpos armados que nos endilgaba la dictadura, aquella tan bien descrita por Mario Vaquerizo al dar su valiente testimonio de las cadenas que lo atan hoy. El desfile de La Legión, sin nada que lo acerque al arte o alguno de sus hermanos menores, como el buen gusto o el espectáculo; sin ser parte de un protocolo, sino mostrado como motivo sustantivo de contemplación; con la sonora disfunción de ser televisado; con los ecos del pasado resonando y con la narración alcanforada que lo acompañó; con todo eso, cada movimiento, cada giro y cada gorgorito me parecieron actos circenses. Y el momento cumbre en que sacan al Cristo Crucificado, ese momento en que vemos al ejército español (La Legión pertenece al Ejército de Tierra, no es una subcontrata) con símbolo religioso tan ostentoso, insisto que televisado por el canal público, no estamos viendo una tradición, en lo que tiene de símbolo identitario que nos refugia de la intemperie de la globalización. Estamos viendo un zombi dañino del pasado.
La laicidad inherente a la democracia no tiene nada aversivo con tradiciones empaquetadas en rituales religiosos. La laicidad consiste en que los representantes elegidos por el pueblo no tengan que pedir permiso a los obispos para hacer las leyes. Llamar radical al laicismo es declarar a la democracia como un extremismo. Y ya sabemos quiénes sienten la democracia como una tiranía y con qué tenacidad la combaten. Los fósiles en que vemos lo que somos y que reparan y mantienen nuestros vínculos colectivos son una cosa. Los zombis, esos valores reaccionarios de otro tiempo que solo pueden respirar en este como muertos vivientes, son otra cosa. Y de todo hay en esta Semana Santa de Dios.
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