La inteligencia política de Yolanda Díaz

OPINIÓN

La vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, este lunes, en Santiago
La vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, este lunes, en Santiago Sandra Alonso

07 abr 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Leo en estos días sin clases, pero no ausentes de trabajo, Revolución. Una historia intelectual, obra en la que el historiador y ensayista italiano Enzo Traverso reflexiona no solo sobre las revoluciones del pasado, sino también sobre el futuro de la izquierda tras el fracaso de la rusa de 1917 y de todas sus secuelas; es decir, del llamado en su época «socialismo real». Pone el ejemplo de Vietnam, un pobre país de campesinos, capaz de derrotar por las armas a los imperialismos japonés, francés y norteamericano, también al chino, pero donde, finalmente, el capitalismo se tomó la revancha por medio de su actual auge económico.

No hay duda del triunfo del capitalismo, pero tampoco de que la prosperidad económica y el progreso material que sostienen su éxito llevan de la mano desigualdades sociales, corrupción, tendencia al autoritarismo y terribles amenazas para el medio ambiente. Las izquierdas siguen siendo necesarias para defender a los débiles, que son la mayoría, la libertad, la igualdad y la democracia y un planeta al que debemos nuestra existencia.

En nuestro país, se debatió en días pasados sobre el enriquecimiento de los empresarios gracias a los efectos de la guerra de Ucrania y la inflación. Un sector de la izquierda planteó la cuestión en términos morales simplificados y buscó, de forma probablemente errada, chivos expiatorios. El señor Garamendi, en su papel, puso cara de ofendido y destacó la impagable labor de los «emprendedores», creadores de riqueza y empleo. Las derechas corearon sus loas, junto a columnistas, tertulianos y medios de comunicación afines. Lo cierto es que las empresas no son ONG y sus propietarios, accionistas y directivos no las poseen o invierten en ellas por altruismo. Siempre ha existido algún rico filántropo, pero, en la mayoría de los casos, solo se comportan como tales si así consiguen pagar menos impuestos. Su objetivo es ganar dinero, el empleo y la riqueza del país van dados por añadidura y solo les importan relativamente, lo muestra la alegría con que despiden trabajadores en cuanto disminuyen los beneficios o llevan sus negocios al extranjero, a países con pocos impuestos, bajos salarios y, si es posible, sin molestos sindicatos.

Eso no impide que haya empresarios que, sin ser socialdemócratas o ni siquiera remotamente simpatizantes de la izquierda más moderada, consideren que salarios y condiciones de trabajo razonables mejoran la productividad y la imagen de su marca, tampoco que algunos sean conscientes de los riesgos que entraña aumentar coyunturalmente los beneficios con subidas excesivas de precios, que pueden conducir a la caída del consumo y a un aumento del descontento social.

En cualquier caso, los auténticamente poderosos saben lo que quieren y han perdido el miedo a la revolución, a ese «comunismo» que hoy solo sirve de espantajo para políticos y comunicadores de la derecha radical, expertos en asustar a gente desinformada, a ancianos que no han asumido el cambio de los tiempos y a los indigentes intelectuales que conforman el incombustible extremismo ultra.

No sucede lo mismo con las clases medias y populares, en pleno proceso de cambio. Cada vez hay menos obreros empleados en grandes factorías, en cambio, crecen los autónomos y el sector servicios. La diversidad de condiciones laborales y la manipulación, que pretende convencer a las personas que poseen un comercio, una peluquería, una autoescuela o un restaurante de que sus intereses son los mismos que los de los banqueros que les prestan el dinero o las grandes compañías que les suministran la electricidad, el gas o la gasolina, debilitan la conciencia de clase de los de abajo, mientras que empresarios, banqueros y profesionales acomodados la mantienen intacta.

Las izquierdas han perdido su utopía, pero las derechas ven cada vez más cerca la suya. Las primeras deben luchar en terreno enemigo. Ahora, la prioridad no es la imposible destrucción del capitalismo, sino domarlo. Parafraseando a los checoslovacos de 1968, el objetivo sería lograr un «capitalismo de rostro humano«. Es algo que horroriza reconocer a la izquierda más doctrinaria, pero no otra cosa supone centrar las reivindicaciones en el llamado «Estado del bienestar», en la garantía de servicios públicos razonables de sanidad, educación, desempleo, jubilación, vivienda y transporte, y en la protección del medio ambiente y la reivindicación de salarios y condiciones de trabajo razonables. La democracia, la libertad y la igualdad deberían ser más transversales, pero, tal como evolucionan las derechas en España y en el mundo, cada vez quedan más claramente en manos de las izquierdas. El centro liberal, en España exterminado por Franco y nunca reconstruido, es cada vez menos centrista y solo se muestra liberal para la economía y la libertad de tomar cañas de cerveza, que ni Stalin amenazó.

El pragmatismo que exige la política reformista provocó en toda Europa el desgaste de la socialdemocracia, con frecuencia demasiado identificada con el capitalismo cuyos efectos negativos desea atemperar. Además, el ejercicio del poder facilitó que algunos de sus dirigentes se viesen contaminados por la corrupción. De ahí el nacimiento de movimientos capaces de atraer a jóvenes con nuevas demandas sociales y a descontentos reacios a dejarse arrastrar por los cantos de sirena del populismo ultraderechista.

En España, Pedro Sánchez logró frenar la sangría de votos del PSOE y conectar con parte de los desencantados de la izquierda, pero perdió apoyos por el centro, entre los sectores más reacios a los pactos que suscribió con los nacionalistas y con lo que consideran una izquierda demasiado radical. Por otra parte, quizá por la sobreexposición en momentos difíciles o por sus no olvidados vaivenes ideológicos, incluso por cierta frialdad a la hora de comunicar, despierta un notable rechazo, que sus éxitos económicos y en las relaciones internacionales solo han logrado atenuar limitadamente.

Buena parte de la izquierda española pecó en los últimos años por no recordar a Sean Connery. Si hubiesen tenido en cuenta el «nunca digas nunca jamás», Pedro Sánchez sería hoy más popular y Pablo Iglesias e Irene Montero se habrían ahorrado muchos disgustos. Su casa de Galapagar no es más cara u ostentosa que las de muchos otros políticos, no hicieron nada ilegal para comprarla, pero sus promesas de que no abandonarían el barrio y sus diatribas contra la «casta» los pusieron en el punto de mira. A la llamada «ley del solo sí es sí» le hizo más daño la gratuita aseveración de Irene Montero de que no habría reducciones de pena para los agresores sexuales que las decisiones de los jueces. Lo mismo ha sucedido con casi todas las leyes que han promovido, envueltas en polémicas evitables y siempre mal explicadas. Si se quiere hacer política con éxito en un país de cerca de cincuenta millones de habitantes no se puede hablar solo para la pandilla de amigos.

Hizo muchas cosas positivas el gobierno de coalición, pero ha cometido muchos errores de comunicación y otros por improvisación. Yolanda Díaz ha percibido la necesidad de renovar la ilusión de la izquierda. Firme en sus convicciones, pero pragmática y capaz de dialogar con todos, rompe con el sectarismo y la arrogancia que ha mostrado Podemos desde que sufrió la escisión encabezada por Íñigo Errejón. A pesar de lo que han señalado algunos sectores del PSOE y de la derecha, interesados estos últimos en que el fracaso de Sumar les facilite el acceso al poder, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz actúan con inteligencia al asumir que hoy la socialdemocracia del PSOE y la izquierda que desconfía de ella o la considera demasiado moderada se necesitan para gobernar. Deberán confrontar en campaña, pero está bien que dejen claro que si, como es probable, ninguno obtiene la mayoría suficiente están dispuestos a formar un gobierno de coalición.

Yolanda Díaz ha acertado al no presentar candidaturas de Sumar a las elecciones autonómicas y municipales de mayo. Por un lado, pondrán a Podemos en su sitio. No es difícil augurar malos resultados para esta formación en Asturias, Galicia o Madrid, probablemente también en la Comunidad Valenciana y Andalucía. El sectarismo, en los debates domésticos y en las relaciones con otros partidos, no suele tener buenos efectos, las divisiones internas siempre se castigan. Por otro, Yolanda despierta ilusión en un sector de la sociedad que tiende a la desmovilización, pero su éxito exige unir a fuerzas muy diversas y apagar muchos egos. Podrá poner en marcha Sumar para las elecciones de fin de año, pero le resultará más difícil mantener después unidas a unas izquierdas todavía cargadas de dogmatismos, combinadas con nuevos movimientos en muchos sentidos adolescentes y con nacionalismos periféricos con intereses y problemas propios. Ya resultará complicado elaborar las listas, aunque el entusiasmo ayudará, pero las mareas gallegas o los frentes amplios de América Latina han mostrado que el peligro de que tras los comicios se multipliquen los iluminados que se creen imprescindibles y las discusiones sobre el sexo de los ángeles, que espantan a militantes y electores, es muy real. Es un problema de la política de este país, las derechas leen poco, pero las izquierdas quizá demasiado y no siempre lo digieren bien.

La alternativa a la coalición de izquierdas es un PP que solo sabe decir que va a bajar impuestos, otra cosa es que después lo haga, ya sufrimos a Rajoy, aunque no sea lo más aconsejable para frenar la inflación y, menos todavía, para contener el déficit y la deuda y mantener los servicios públicos. Los problemas de la sanidad no se resuelven con menos recursos para el Estado, asturianos y leoneses recordamos bien la época en que la A66 se convirtió en la caleyona, llena de baches y con límite de 100 km. hora. Núñez Feijoo ha decepcionado, sus críticas estúpidas a la política exterior de España, sus continuos errores y la incapacidad para definir ideológicamente a su partido no inspiran confianza. La amenaza de coaliciones PP-Vox, al estilo de Castilla y León, es real y la debilidad intelectual y política del líder del PP no lo convierten en garantía, por mucho que se vista de feminista y de moderado.

La iniciativa de crear Sumar era necesaria como revulsivo para unas izquierdas que han realizado en el gobierno central, autonomías y ayuntamientos una labor globalmente positiva, con más aciertos que errores. El PSOE debe hacer un esfuerzo por recuperar al electorado de controizquierda, Sumar por agrupar a todos los demás, incluido Podemos, que debería recuperar el espíritu renovador e integrador con que nació. No ganaremos el cielo, pero sí un país más cómodo y libre en el que vivir.