Paseando por Lisboa en 2006 me sorprendió una pintada que rezaba «estou sozinho, estou triste, etcétera». Por ahí andará la fotografía, de la era en que, a diferencia de ésta (abundante pero oscura) no dejábamos que el material gráfico pereciese en un colapso informático de los que suceden. Pensé entonces que nadie mejor que nuestros melancólicos vecinos para resumir el estado natural de aflicción que nos asemeja, uniéndolo con la socarrona condensación de todo lo que le acompaña en el «etcétera». Con el tiempo, y en la lucha contra la propia ignorancia, descubrí que el autor de la pintada se limitó a reproducir el título de la brillante canción de Caetano Veloso (Etc., del álbum Estrangeiro, 1989), porque, en ocasiones, repetir lo bien dicho es la mejor forma de expresar certeramente lo que se lleva dentro.
Si hoy escribiese uno en la pared «estou sozinho, estou triste, etcétera» pasarían dos cosas que antes no ocurrían. Primero, sería grabado por una cámara CCTV, y puede que le multasen gracias a la ingente presencial policial o a la tecnología de identificación facial en auge, pues a la nueva armonía social le horrorizan los mensajes no autorizados en los muros, aunque sean evocadores. Segundo, le recetarían ansiolíticos y le darían unas palmaditas en la espalda por sufrir un estado depresivo. Quizá el autor sólo quisiese, sin embargo, exteriorizar la pesada carga de estar vivo, de no sentirse suficientemente querido o la permanente insatisfacción consustancial a la naturaleza humana, porque uno puede estar sozinho siendo la persona con más suerte y aprecio del planeta. O sea, la misma desazón que desde la noche de los tiempos ha sido una de las fuentes de la expresión artística en cualquiera de sus modalidades y, sí, también del tormento de «¡mover el corazón todos los días casi cien veces por minuto!» que dice nuestro poeta por excelencia (Cumpleaños, Ángel González).
Vivimos una época en la que preocupa cada vez más la salud mental, hasta el punto de vulgarizar sus términos, que se filtran en todas y cada una de las materias a discusión. No son las patologías psiquiátricas las que dominan el vocabulario (pues son insondables para un lego), sino un repaso por los estados emocionales y su fragilidad, dominio de conocimiento en el que ahora todos somos expertos. La corriente emergente, a la que se suman influencers y dirigentes políticos de todo pelaje, reconduce cualquier asunto a ese terreno, y los comunes acabamos por sumarnos, pues no hay quien pare esta tendencia. Si se sufre una situación de explotación y precariedad laboral, lo que preocupa es la integridad emocional del trabajador. Si la carga académica de un estudiante es elevada, donde ponemos el énfasis es en el estrés del alumno. Si estigmatizamos y criminalizamos a los jóvenes (sospechosos sociales durante la pandemia, hace cuatro días, pero también fuera de ella), la atención recae en su desorientación y retraimiento. Si convertimos el planeta en un horno y los océanos en un basurero, donde nos fijamos es en la ansiedad climática. Si cambiamos una vida de contacto e interacción con los demás y con el medio por la mentira constante de las redes y el metaverso, lo que nos preocupa es el sentimiento de artificio y de soledad. La receta, ya se sabe, es la psicología clínica, la terapia y la medicalización, una muestra más de autoritarismo filosanitario al que sujetarse. El resultado es que España es el país del mundo con mayor consumo de benzodiacepinas, con 110 dosis diarias por millar de habitantes (datos de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes); aunque, de momento, parece que la solución no funciona. En el caso de la población joven (España es el país europeo con mayores problemas de salud mental entre niños y adolescentes, según Unicef), llama la atención que los mismos autores del discurso conducente a su aislamiento social en la pandemia (recordemos el «vector de contagio» y los casi dos años de ausencia de las clases universitarias, por ejemplo) son ahora los más aparentemente compungidos por sus problemas de bienestar emocional. Lágrimas de cocodrilo.
Quizá si ante las inquietudes colectivas y el dolor causado por la opresión, por la segregación o por la falta de libertad las generaciones precedentes hubieran optado por los fármacos y la consulta del especialista, ni una sola de las convulsiones revolucionarias o de las movilizaciones sociales que alumbraron las conquistas del ayer se hubiera producido. Afortunadamente, Rosa Parks optó por quebrar la ley y sentarse en los asientos delanteros, en lugar de tomarse un tranquilizante para soportar la humillación. Beate Klarsfeld no se entregó a ejercicios de respiración y autocontrol, sino que dio una simbólica bofetada al canciller y ex nazi Kiesinger para demostrar a Alemania que debía mirar a su pasado de frente. Y en la sala parisina del jeu de paume no repartieron libros de autoayuda psicológica para aguantar las arbitrariedades del poder sino el juramento que acabó con el Antiguo Régimen. En estos tiempos extraños, nos preocupan los síntomas emocionales en cada individuo, la epidermis y escondemos aquello que, por molesto, nos altere; apenas vamos a las causas, porque sacar la raíz de la tierra mancha, cansa, compromete y es tarea colectiva, no de un individuo en búsqueda de terapia en el mercado para «realizarse».
Lo peor, seguramente, es que, si todo es salud mental, nada acabará siendo realmente un problema de salud mental; o, al menos, un problema de salud mental tratado con medios adecuados, en lo que toca a la distribución de recursos escasos, con el daño a quienes verdaderamente precisen de esa asistencia que, efectivamente, es un número de creciente de personas. Pero alguien a quien, en determinados episodios de su vida, le domine la zozobra o la confusión, lo sienta de manera punzante y las circunstancias externas o la mala fortuna le empujen a esa sensación, no vive necesariamente una experiencia excepcional o ajena a nuestra condición. Y no sobra reclamar ese estado como parte de nuestra normalidad, ahora que nos quieren privar de nuestro legítimo derecho a la tristeza, considerada prácticamente una patología. Curiosamente, vivimos un tiempo en que nos invitan a asumir las disposiciones de ánimo como una fatalidad que solamente podemos combatir con ayuda profesional externa, como pacientes sujetos a prescripción. Y, al contrario, en lo que sí depende casi enteramente de la asistencia sanitaria, las terapias médicas y los avances científicos (típicamente, la enfermedad del cáncer), donde ponemos socialmente el énfasis es en la práctica obligación del enfermo de afrontarlo con fortaleza y determinación, una genuina tiranía para quien ya sufre y tiene derecho a sentirse desdichado. Paradojas del predominio absoluto de las emociones, que, si nos dejamos, nos convierten a todos en seres más vulnerables de lo que ya somos, de tanto enfatizar nuestras flaquezas. Eso de sentirse libres y dueños de nuestra vida «master of my fate / captain of my soul», que diría Henley) parece que sólo queda para los héroes. A nosotros nos queda el diván, para tener forzosamente con quien hablar, porque somos incapaces de levantar la cabeza de la pantalla.
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