El capitalismo se parece a la inmortalidad: es una convicción rarísima. Lo decía Borges de la inmortalidad. Los ochenta años que vivimos, y nuestra conducta en ellos, no pueden ser tan importantes que determinen que el resto de la eternidad sea un cielo o un infierno. El que cree eso en realidad solo cree en esos ochenta años. El capitalismo, como la inmortalidad, es también una convicción rarísima, o al menos un anhelo rarísimo. Sus adoradores más fervorosos solo lo quieren para los demás. Las empresas que colocan sus productos en libre competencia lo hacen porque no son lo bastante grandes. Los dueños y directivos de empresas que se hacen realmente grandes en lo primero que usan su poder es en salirse del capitalismo. Su verdadera ambición es no competir, acumular ventajas que ahoguen la posibilidad de competencia, conjugando los dos verbos de los grandes negocios: pagar y pegar, siempre con un cordón en los poderes públicos. En el imaginario político actual, el capitalismo carece de exterior. Todo lo que está encima de la mesa son variaciones del capitalismo. Ninguna izquierda quiere eliminar el libre mercado. Lo que no quiere decir que no haya diferencias. La izquierda ve el capitalismo como a Blade, el héroe mestizo medio vampiro medio hombre. Blade lucha contra los vampiros, pero como ellos es adicto a la sangre. Para no matar a humanos, se chuta un suero que le calma la sed de sangre. Una niña que presencia cómo se pincha le pregunta que por qué lo hace. Él contesta, con el dolor sombrío de los héroes, «porque hay algo malo dentro de mí». La izquierda no quiere eliminar el libre mercado, pero sabe que el capitalismo lleva algo malo dentro de sí, sabe que se requiere un suero que calme su impulso depredador. Ese suero es el racimo de servicios públicos que protegen y dan bienestar. Una parte del suero son los mecanismos que redistribuyen la riqueza y que nutren los recursos para esa protección y bienestar de todos. El suero que calma la sed del capitalismo es el armazón de nuestros derechos básicos. La derecha civilizada no lo expresará así y siempre querrá una contención menor de la sed del capitalismo, pero reconocerá derechos, es decir, algún grado de protección y bienestar común. La derecha más montaraz no querrá suero, querrá una sociedad de oligarquías sedientas y masas de supervivientes. Y la izquierda radicalmente anticapitalista sencillamente no existe como hecho político. No hay superpotencia ni fortunas que respalden algo así. Como digo, en la política actual el capitalismo no tiene exterior.
Estos días están haciendo mucho ruido las movilizaciones de la sanidad pública. La manifestación de Madrid fue la foto de una llaga. Se equivoca quien pretenda que el problema es de Madrid o de las comunidades del PP. El avance del neoliberalismo sediento es general. El caso de Madrid es importante por simbólico y es simbólico por explícito. Madrid regala a los más ricos casi cinco mil millones de euros al año en momios fiscales, es la comunidad que menos gasta para el bienestar de sus habitantes, da becas a ricos y regala suelo y dinero público a la enseñanza privada. Se hace lo mismo que en otros sitios, pero con más sed y, como dicen en la derecha, sin complejos. Hablar claro y sin complejos no es siempre una virtud. Es la forma en que hablan los cínicos y los macarras desafiantes. Es la forma en que el lenguaje derriba fronteras éticas para abrir paso a conductas depravadas.
El tabú que se combate es el de la privatización. Me acordaba hace poco de un detalle menor de lo que pasó en 1983 cuando el gobierno de Felipe González expropió el grupo RUMASA. Ese detalle fue que el estado pasó a gestionar la línea de primavera de bolsos y guantes de Loewe. Nadie en su sano juicio puede pensar que el estado es eficiente para semejante cosa, era obvio que había que privatizar Loewe cuanto antes. De la misma manera, no sé quién puede pensar en serio que el lucro privado es eficiente para garantizar los derechos de la población, quién puede creer que el hambre se soluciona con más restaurantes. El capitalismo no tiene exterior, pero hay que calmar el mal que lleva dentro de sí. En la sanidad ejercemos un derecho básico. En los servicios ligados a nuestros derechos, el verbo privatizar reclama con fuerza la etimología que lo hermana con privar. Privatizar la sanidad es privarnos del derecho a la salud. No es que deje de haber médicos. La palabra derecho nombra un automatismo, un mecanismo protector seguro. Si la prestación depende de que pague o, lo que es lo mismo, de que entre en la póliza que pago, ya no hay automatismo. El derecho se esfumó y lo que tengo es una oferta de consumo. Las mutuas privadas exprimirán a su personal sanitario y a la propia administración a medida que la deshidratación de la estructura pública lo deje todo al mercado. Y las clases medias acomodadas que ahora pueden pagar la sanidad privada verán que, a precio de mercado, no la pueden pagar, que la sanidad o es pública o es para los ricos. Sobran ejemplos.
La educación puede tener peor suerte. Todo el mundo se siente afectado por la salud, por la propia o por la de los próximos. No todo el mundo se siente concernido por la educación. En educación no hay momentos decisivos, no hay operaciones a vida o muerte. Todo lo bueno y lo malo en educación consiste en una acumulación de detalles pequeños extendidos en períodos largos de tiempo. Los deterioros, siendo profundos, se ven menos. Lo que hace insuficientes las carreteras es el tráfico de las doce de la mañana. Para el tráfico de las cuatro de la mañana sobran autopistas. El hijo de una cirujana y un ingeniero suele tener una vida desahogada, medios necesarios, motivación y apoyo familiar adecuado. El que nace en una familia donde se alternan períodos de paro con períodos sueldos bajos y donde no hay más internet que los malabares que hagan con un móvil para todos tiene muchas menos posibilidades. Para los casos favorables, como para el tráfico de las cuatro de la mañana, sobran recursos. Lo que hace caro, complejo y trascendente el sistema educativo es la integración, la igualdad de oportunidades, tener que nivelar las diferencias de partida por justicia elemental y por el bien del país. A quienes no tienen hijos en edad escolar no los moviliza el deterioro del sistema. Pero tampoco a quienes están en situación favorecida porque circulan con recursos sobrados, como se circula a las cuatro de la mañana, sin percibir el efecto global. Por eso hay menos impulso de movilización popular y por eso la educación puede tener peor suerte. La privatización en la enseñanza se hace por dos vías: la de reducir a la enseñanza pública a funciones asistenciales y empujar a quien pueda a la privada; y la de concertar con dinero público centros privados, que por definición no tienen la función de la justa igualdad de oportunidades y la integración de la población, como los restaurantes no tienen la responsabilidad de la nutrición de la población. Se está pagando con dinero público el ansia adoctrinadora de Iglesia y fuerzas conservadoras y el furor segregador de las clases altas. El sistema educativo se está convirtiendo en un cuchillo al rojo cortando mantequilla, está abriendo en canal y separando grupos sociales de manera injusta, irresponsable y peligrosa.
El capitalismo no tiene exterior, pero hay que exigir el suero que le calma la sed y nos da resuello a todos. Privatizar la gestión de nuestros derechos es privarnos de ellos. La movilización de Madrid frente a macarras desafiantes sin complejos tiene el valor de centrar la actualidad en lo real: servicios públicos, derechos y justicia social; y alejarnos de las fantasmagorías de distracción: ETA, patria, cañas en terrazas, descubrimiento de América y hazañas de Blas de Lezo. La revista Time habló de la manifestación. Y dejó lindezas para el ancho mundo como que Madrid es la que menos gasta en atención primaria, que la mitad va a bolsillos privados y el recuerdo firme de que la salud es un derecho humano. Fue el Time, no el Granma ni el Pravda redivivo. El crujir de puños empieza a ser audible.
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