Decía la filósofa y politóloga norteamericana, Susan George, durante un Curso de Verano de la Complutense del 2018 que «los griegos y los españoles son como ratas de laboratorio para ver qué nivel de castigo y sufrimiento puede ser aceptado por esta sociedad sin que la gente se rebele». Desde entonces hasta hoy la cosa no solo no ha mejorado a nivel global, sino que la incertidumbre, respecto a la gestión de los recursos y la sostenibilidad de nuestra relación con el ambiente biofísico de los que depende nuestro futuro, se ha multiplicado.
Es la inercia resultante de un modelo económico hegemónico que exige la desregulación, la mínima intervención del Estado, no para «la creación de riqueza y la producción, distribución y consumo de bienes y servicios, para satisfacer las necesidades humanas» como dice la primera acepción de «economía», sino para satisfacer el ansia patológica de acumulación de riqueza de quienes ya acaparan la mayor parte sin tener en cuenta su efecto sobre el resto del mundo.
Un modelo económico, el neoclásico que, a decir de otro filósofo, además de epistemólogo y físico, el sabio argentino Mario Bunge, se basa en pseudociencia: «no estudia sistemas económicos reales, ignora la historia y todas las restricciones macrosociales y no se preocupa por el medio ambiente o las generaciones por venir».
Así, formamos parte del experimento de un laboratorio dirigido por psicópatas, en tanto que individuos que toman decisiones que dañan a la humanidad atendiendo preferentemente a sus espurios intereses. Y no hablo de los políticos; la mayoría de estos no son sino representantes de aquellos. Y en atención al dicotomismo pueril habrá que insistir en que la alternativa al capitalismo neoliberal desahuciador no es la economía planificada comunista de corte norcoreano; hay tantas alternativas como se quieran desarrollar democráticamente en busca de una vida digna y sostenible para todo el mundo. El miedo a la ausencia de alternativas es parte de la estrategia alienadora que tan bien arraiga en gente de empatía limitada que cree, ingenuamente, que mejorará su calidad de vida si excluye de la misma a la parte de la población a la que puede señalar con prejuicios repugnantes.
¿Y cómo nos afecta en nuestra vida cotidiana? Si la incertidumbre acerca de las condiciones de vida genera estrés, y el estrés —como respuesta del organismo a una situación percibida como amenaza o demanda excesiva— se mantiene, cada vez más, de forma indefinida, afectando a nuestro equilibrio psicofisiológico, al sistema inmunológico, no es extraño que la tasa de trastornos mentales, las enfermedades físicas relacionadas, y de suicidios no deje de incrementarse, en contra de lo que cabría esperar en un mundo en progreso y con más conocimiento.
Porque es bien sabido que la salud no es solo la ausencia de enfermedad sino un estado de completo bienestar físico, mental y social, según declara el Preámbulo de la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (Nueva York, 1946). Así como los determinantes de la salud no son solo biológicos; es esencial considerar también los determinantes sociales en el sentido expresado por la OMS en la Asamblea Mundial de la Salud de 2009 ante la paradójica evolución de la salud señalada en el párrafo anterior: «La expresión «determinantes sociales» resume el conjunto de factores sociales, políticos, económicos, ambientales y culturales que ejercen gran influencia en el estado de salud». Esta declaración fue, tal vez, una reacción al impacto global de la crisis financiera de 2008 provocada por la codicia negligente de los beneficiarios del fundamentalismo del lucro indiscriminado, del que mucha gente o no ha sobrevivido o no se ha recuperado. Y las crisis encadenadas desde 2020 con la pandemia de COVID-19, la guerra de Ucrania (entre otras muchas que permanecen) y la inflación subsiguiente, además del cambio climático y sus consecuencias, hacen urgente un drástico cambio de rumbo en la forma en que nos relacionamos con el mundo.
Entender cómo el ser humano afronta las demandas de estos determinantes y ayudar a prevenir, o en su caso paliar, las consecuencias negativas sobre la salud derivadas de la presión que dichas demandas pueden ejercer sobre el individuo es una de las competencias de la psicología. Una ciencia «joven» que, con sus propias limitaciones, persevera en el desarrollo de estrategias de afrontamiento para esta sucesión de adversidades, con muy interesantes avances en la última década de los que escribiré en el próximo capítulo.
(Continuará)
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