Ahora que nos quedamos sin cines, merece la pena hablar de mujeres como ella. Parece que fue ayer. Hace treinta años que Audrey Hepburn se fue con solo 63. Era un cisne. Lo es. Solo hay que cerrar los ojos para verla. Era, es, la elegancia. Caminaba, camina, en sus películas como si viésemos caminar a una ráfaga suave de viento. A la brisa. Tenía algo que la hacía única. Se reestrenan sus trabajos y la ilustradora Meghan Hess lanza un libro en el que desvela detalles de la relación de la actriz con la industria de la moda. Ella siempre fue fiel a Givenchy, pero lució otras marcas. Lógico, todo le caía bien. Quién no tiene grabado en la memoria el atrevido vestido de discos de metal de Paco Rabanne que usó en una escena de la fiesta en Dos en la carretera. Era belga, pero universal. Vacaciones en Roma es una delicia. Un clásico. Ganó por su papel en este filme el Óscar, que perdió en otras cuatro ocasiones.
Muy querida en un mundo donde lo normal es que unas estrellas quieren que las otras se estrellen. De ella dijo William Wyler que se quedó hipnotizado cuando hizo la prueba para Vacaciones en Roma: «Tiene todas las cosas que busco: encanto, inocencia y talento. Además es muy divertida. Es absolutamente encantadora. No dudamos en decir que es nuestra chica». Pensaban en Elizabeth Taylor, pero apareció Audrey y no hubo más que hablar. Cuando se alejó del cine se dedicó a los niños, a Unicef. Ella sufrió una infancia espantosa en la Segunda Guerra Mundial en Bélgica. Tanto fue así que, cuando leyó el Diario de Anna Frank, pensó que lo que había escrito aquella niña era su vida en esos años de espanto. «Nos manteníamos con una rebanada de pan hecho con cualquier cereal y un plato de sopa aguada elaborada con una sola patata». El conflicto la pilló en Arnhem, el lugar de una de las batallas más cruentas. De ahí su dedicación a los demás, su fama y su fortuna: como manos tendidas a los pequeños sin recursos.
Es mentira que los adolescentes no sepan apreciar el cine. Que una película se les hace demasiado larga. Póngales un clásico a sus hijos y verán su reacción. No soltarán el móvil, eso sería demasiado pedir, pero únicamente lo mirarán de reojo mientras tengan en la pantalla Desayuno en Tiffany’s. Audrey era la encantadora inocencia. Sus ojos, unas brasas que queman. Tenía una mirada con la que podía darte fuego y una naturalidad que desarmaba a un tanque. Sus manos esculpían, esculpen, el aire. La elegancia es Audrey Hepburn cantando Moon river en una escalera de incendios. Un punto justo de tristeza, la nostalgia como fuerza atómica. Sabrina, My Fair Lady, Historia de una monja… películas que nunca se dejarán de ver. Por Historia de una monja, su favorita, no le dieron el Óscar, pero ganó el premio a la mejor actriz en San Sebastián. La luz de Audrey nunca se apagará. Hay corazones que no dejan de latir. Cuando falleció dijo de ella Elizabeth Taylor: «Dios estará contento de tener un ángel como Audrey con Él». Si está usted de mal humor, disfrute de un poco de Audrey, que es mucho.
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