La rebelión de los idiotas

OPINIÓN

Imagen de Brasilia de la toma de instituciones por parte de seguidores de Bolsonaro
Imagen de Brasilia de la toma de instituciones por parte de seguidores de Bolsonaro Télam | EUROPA PRESS

17 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

«Puñado de Idiotas», así titulaba su editorial del día 9 de enero Folha de São Paulo, uno de los grandes periódicos brasileños. Idiotas manipulados, que, siguiendo el ejemplo de los trumpistas norteamericanos, asaltaron los edificios de las principales instituciones del Estado sin saber qué hacer con ellos. Idiotas salvajes e incultos, que destruyeron obras de arte, incluso de las épocas colonial e imperial, sin que esos bárbaros actos tuviesen significado ideológico. Idiotas fanatizados y alejados de la realidad por agitadores políticos, religiosos, mediáticos y de redes sociales, convencidos por esos predicadores de la mentira de que era inminente la llegada de una dictadura «comunista».

Sí, idiotas, pero con instigadores arteros, que creían posible que esas acciones, aparentemente sin sentido, sirviesen para impedir el acceso al poder de los vencedores en unas elecciones democráticas. Ni en EEUU ni en Brasil hubo, en sentido estricto, golpes de estado, sino actos que pretendían lograr un efecto similar. En el país norteamericano el ejército no protagonizó jamás un golpe de estado y los mandos militares dejaron claro que se opondrían a cualquier violación de la Constitución, lo que se intentaba era que el vicepresidente Pence y el Tribunal Supremo invalidasen el resultado de las elecciones. En el país del sur del continente se buscaba que el ejército tuviese un pretexto para dar un golpe. Allí sí que había precedentes. En 1964, el presidente João Goulart, un reformista de izquierdas, fue contestado en la calle por una derecha radicalizada con las «marchas de la familia con Dios por la libertad», el ejército le exigió un giro político hacia la derecha y, ante su negativa, se sublevó con el apoyo de un congreso dominado por la oposición conservadora. Detrás estaba la CIA, el gobierno norteamericano no quería tolerar ningún país díscolo en su continente. Llegaron veinte años de dictadura, de persecución de los opositores, de torturas, de afianzamiento del racismo, de la desigualdad y la injusticia.

Ahora, los ultras brasileños volvieron a utilizar a Dios y a la prostituida libertad, pero ya no estamos en la guerra fría. No solo eso, el rival de EEUU sigue siendo Rusia, pero la ideología de quienes gobiernan en Moscú es similar a la de los que promovían el golpe en Brasilia. Los militares, a pesar de las dudas que existían sobre su actitud, se mantuvieron fieles a la democracia y la Constitución.

Instigadores sin escrúpulos, masas idiotizadas, no es algo que se limite al continente americano. Masas relativas, es cierto. En un país de más de doscientos millones de habitantes, movilizar a unos pocos miles de personas no es muy difícil, las encuestas indican que la mayoría de los votantes de derechas rechazan el bárbaro asalto. Otra cosa es que votar a Trump y a Bolsonaro conlleve necesariamente algo de idiotez o de inmoralidad. Es gente peligrosa la que incita a la violencia y la que se convierte en carne de cañón, pero no está exenta de culpa la que vota al ultra o al populista oportunista consciente de su estupidez, pero con la esperanza de obtener algún beneficio.

Los modernos pedagogos deberían reflexionar. La base social de Bolsonaro está constituida por clases medias, con título de bachiller, incluso universitario, e informada por medio de Internet. También lo votó parte de las clases populares, como a Trump, pero sus congresistas, gobernadores y alcaldes no son analfabetos, tampoco los periodistas sin escrúpulos, o los líderes de QAnon, o los antivacunas o los negacionistas del cambio climático. Tienen ordenadores, tablets, teléfonos móviles. ¡Toda la sabiduría a su alcance! Diría un pedagogo ministerial.

Aprendieron a aprender, pero no a distinguir el grano de la paja. No saben apreciar una obra de arte, no conocen la historia, tampoco la obra de pensadores o escritores, pero el Estado los ha dotado de un título académico y son «nativos» digitales. No es una mera anécdota que varios de los detenidos por participar en los asaltos se quejasen porque en la prisión carecen de wifi. Sí tienen acceso a libros, quizá acaben apreciándolos. Con Internet se refuerza una ignorancia crédula, supersticiosa y mágica, que recuerda a la Edad Media. Es, a la vez, una herramienta magnífica y un estercolero. Si no logro que mis alumnos lean un libro, tampoco acudirán a las revistas científicas para informarse en la web, sino a las páginas basura, llamativas y de fácil lectura rápida, o a los vídeos que todo lo inundan.

Debido a mis crecientes reticencias ante las últimas modas educativas, llegué a creer que la edad me estaba volviendo conservador, por eso me alegró leer esto en un artículo firmado por los profesores Marta Wenceslao y Jorge Larrosa, publicado en la revista, nada sospechosa de derechismo, Viento Sur: «Parece que lo importante es el aprendizaje no de conocimientos (tachados despectivamente de enciclopédicos), sino de competencias individuales como la creatividad, la flexibilidad, la iniciativa emprendedora, la autonomía o la adaptación frente al cambio. Y, sobre todas ellas, la competencia primordial. Esa que aparece como nuevo imperativo pedagógico: aprender a aprender. […] Sabemos que no hay educación sin contenidos, esto es, sin materia de estudio. Y que esa materia de estudio en la enseñanza escolar es, como dice el pedagogo Philippe Mierieu, la cultura. La cultura en sus múltiples y variopintas manifestaciones: el álgebra, la biología, el Banquete de Platón o la métrica poética de una canción de hiphop. Despojada de estos saberes, la escuela ya no es un lugar para descubrir el mundo y sus misterios o para despertar interés, sino un lugar para adquirir habilidades transferibles al mercado laboral […] La transmisión de la cultura queda así vedada y sustituida por el aprender a aprender… nada». Señalan también que las reformas educativas pretenden convertir al maestro «en una suerte de terapeuta, alejado de las funciones que lo constituyen: provocar curiosidad por el mundo y las cosas que lo conforman y conservar y transmitir de modo crítico el legado de las generaciones anteriores».

Quizá sí soy conservador, o antiguo. La Ilustración pertenece al siglo XVIII, con ella nació la fe en la educación como instrumento de progreso, condición indispensable para una ciudadanía auténticamente libre, capaz de gobernarse a sí misma. También es de entonces la idea de que el objeto del gobierno es lograr la felicidad, el bienestar, de los seres humanos y la magnífica trilogía de libertad, igualdad y fraternidad. Apena que en el siglo XXI todavía siga siendo revolucionaria la lucha de Voltaire contra el fanatismo y la intolerancia. No seamos prepotentes, no solo existen en Irán o en Afganistán, no solo se muestran entre los fieles musulmanes, los tenemos dentro de casa.

Es inevitable que haya ideas distintas sobre cómo lograr la «felicidad», pero son necesarias verdaderas ideas, fruto de la razón. La historia nos ha enseñado con brutal frecuencia a dónde conducen las emociones primarias, irracionales; la fe en los profetas de verdades simples y en los sacerdotes de religiones supuestamente reveladas; el desprecio a la inteligencia; el deseo de imponer las convicciones por la fuerza. Educación, libertad y tolerancia, que no significa impunidad para la barbarie, esas son, todavía, las armas para frenar a los idiotas y a quienes los manipulan.

Postdata: Diccionario de la lengua española, «Idióta: 1. adj. Tonto o corto de entendimiento. 2. adj. Engreído sin fundamento para ello. 3. adj. Propio o característico de la persona idiota. 4. adj. Med. Que padece de idiocia. 5. adj. Que carece de toda instrucción”.