Estoy pensando en Brasil, por la cuenta que nos trae. El mal siempre acude al bien para justificarse. El bien nunca busca el mal para lo mismo. Quien roba, mata, malversa o engaña justificará sus fechorías desde alguna legítima defensa, alguna justa reparación de agravio o algún mal mayor que se quería evitar, todo cosas buenas. No ocurre la inversa, nunca justificamos haber hecho algo bueno recurriendo al robo o al engaño. Es lo que decía con palabras parecidas Stanislav Lem. Y tiene algo de consuelo la afirmación. Que el mal utilice al bien para justificarse y no a la inversa quiere decir que, en realidad, todos vemos el bien y el mal más o menos en el mismo punto. No hay ideas muy distintas de lo que está bien y lo que está mal. Solo necesitamos entonces saber quién miente.
No lo sabemos todo y somos más propensos a creer a unos que a otros. Así que tenemos que intuir la mentira que cobija al mal a partir de indicios. Podemos desconfiar del que crea el ambiente propicio para la mentira, del que crea confusión, del que distrae. Mentir mienten todos. Pero hablo de la mentira sistemática, la que busca la enajenación colectiva, la que nos quiere amnésicos y contradictorios, como en una permanente alucinación. Y ahí no mienten todos. Mienten más los que más tienen que ocultar de sus intenciones.
Aceptamos una afirmación cuando la creemos verdadera o cuando nos confirma en un estado emocional intenso, normalmente negativo. Las palabras encajan con los hechos, y entonces son verdaderas; o encajan con el miedo, frustración, odio o resentimiento que tengamos, y entonces no importa si son verdaderas o falsas. Al cerebro le da casi igual que encajen con los hechos o que encajen con nuestra ira. La sociedad española está más o menos en calma, su nivel de tolerancia no es idílico, pero tampoco tóxico. Cuanto más en calma estemos, más difícil lo tienen los bulos y los delirios. Se necesita que la gente esté irritada, hastiada o colérica para que la verdad o falsedad no importen y se pueda mentir con el mismo o mayor éxito con el que se dice la verdad. Quien polariza a la sociedad, quien busca que los suyos vean demonios en sus vecinos, quien siembra odios, miedos y prejuicios es el que quiere mentir, porque es el que se afana en preparar el escenario idóneo para la mentira. Y no todos son iguales. Llevo desde el principio pensando en Brasil.
La polarización es cosa de la derecha. Solo hay que oír sus canales, su prensa palmera y a sus líderes. Sus rivales políticos rompen España porque la odian, humillan a las familias de los asesinados, alientan a los terroristas, arremeten contra la Constitución, el ejército y el Rey. Ocupan ilegítimamente el Gobierno, esta vez porque sí. La próxima vez dirán que hubo fraude electoral. Liberan a los violadores, amparan a extranjeros violentos, pretenden una inexistente guerra de géneros, como si el mal estuviera en un género. Reabren heridas pasadas con leyes para el rencor. Arremeten contra la fe católica, adoctrinan en las escuelas, coleguean con criminales, se inspiran en la dictadura venezolana, los financia Irán. Todo son mantras repetidos y machacones vociferados desde las tribunas eclesiales, televisivas, de prensa y políticas de las derechas. Vox cada vez tiene más difícil hacerse notar.
Cuando los malos de las películas echan gasolina, ya sabemos que quieren después tirar la cerilla. Quien siembra estos disparates de manera metódica, quiere el tejido en el que la mentira se inflame y recorra nuestras cabezas sin control. Quieren el ambiente en el que se pueda decir ya que las próximas elecciones serán fraudulentas. Quieren decir sin razonar que los apoyos parlamentarios del Gobierno son una intervención antidemocrática al Gobierno; antidemocrática por parlamentaria, qué cosas. Dicen que la renovación de los órganos judiciales, exigida por la Constitución, por el sentido común y hasta por el buen gusto, es un asalto inconstitucional a la independencia judicial; y andan por Europa, como el Gordo y el Flaco, dando tumbos a ver quién les compra el colocón. La polarización permite que las mentiras sean contradictorias. Andan por Europa diciendo que España es ya autoritaria como Hungría y a la vez apoyan a Hungría cuando la UE la presiona por autoritaria. Fingen desmayos por los cambios legales que afectan a los condenados del procés. Lo cierto es que Puigdemont, por ejemplo, no está escondido, se pasea libremente y come en restaurantes. Y no está en desiertos remotos ni lejanas montañas, donde no llegue la justicia española. Está en Europa, en la UE, donde llega la justicia española con todos los avales. No está aquí porque no lo extraditan nuestros socios y no lo hacen porque no se le reclama por delitos reconocibles, porque se le aplicó una justicia, esta sí, intervenida. ¿Qué dirán cuando ahora sí lo extraditen? Y sigo pensando en Brasil.
Cultivan el terreno para la mentira quienes predican el negacionismo, la desconfianza en las fuentes del conocimiento y en el conocimiento en sí. Todos recurren a la memoria histórica. La historia es siempre contemporánea, decía Croce, siempre referida a la necesidad presente. Todos son continuadores de una historia noble. Para los trileros es clave que la historia no sea conocimiento resultado de estudio e investigación, sino una cuestión de principios y fe. Solo así puede Ayuso decir alegremente que añora la España anterior al islam, como si los visigodos fueran nuestra esencia y existiera siquiera España. Solo el negacionismo puede negar el crimen y la infamia y llamar rencor al justo reconocimiento de las víctimas. Los ultras siempre fueron alérgicos al conocimiento, sus atuendos de asalto a las instituciones, de cornamentas y pellejos, son adecuados.
Lo ocurrido en Brasil es una consecuencia de lo ocurrido en EEUU y un anuncio de que será la norma, igual que lo ocurrido con el Tribunal Supremo americano explica los desmanes que de los jueces fachas aquí. La gente no hace actos de fuerza de ese calibre si no se siente respaldada y justificada. No se hacen esas cosas más que como culminación del proceso que las facilita. Aquí estamos asistiendo a ese proceso. Esta polarización insoportable, que crea la membrana por la que se transmite la falsedad disparatada y la estupidez de cualquier grado, es el nutriente. ¿Qué es legítimo hacer contra un gobierno ilegítimo e intervenido por terroristas? Quien polariza lo hace para que pueda circular semejante necedad. Y quien hace circular la necedad de que el Gobierno es ilegítimo solo puede pretender legitimar eso que vimos en Brasil que es ya un patrón y un modelo.
España es un país más tranquilo que todo esto. España no se parece a la fealdad de su ambiente político. El problema es que se acabe aceptando como normal que el país es una cosa y sus políticos otra, y que no se castigue electoralmente la estupidez y la maldad porque las banalicemos y nos resignemos a que así es la política. Decimos a veces a algún amigo o familiar «no digas eso», cuando dice algo verdadero e incómodo. Intuimos que ciertas palabras que quiebran el decoro rasgan algo que necesitamos. En esta legislatura se rasgaron muchas capas de la decencia de la que está hecho el delicado tejido de la convivencia. Con la convivencia deshilachada, la polarización disparada y la mentira más ligera de equipaje que la verdad, nada de lo que vimos en Brasil nos es ajeno aquí, en un país tranquilo, con índices muy bajos de criminalidad. La mentira es más apetecida por quien tiene más que ocultar. Quien quiere que la población tenga derechos sabe que los derechos existen porque hay servicios públicos que los gestionan; que esos servicios cuestan dinero y requieren impuestos, más altos para quien más tenga; y que la privatización de esos servicios es la eliminación de los derechos, convertidos en un bien de consumo para el que pueda. Quien quiere esto no tiene que mentir. Quien quiere quitar los impuestos a los ricos, privatizar los servicios y privar de derechos a la gente tiene que confundir y desquiciar, y hacer ásperas las diferencias ideológicas, de clase social, de raza o de género. Lo de Brasil va con nosotros.
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