Los recuerdos de la niñez saben, huelen y suenan.
La voz de Milanés salía de aquel equipo de música las mañanas de los sábados. Mis padres acompañaban las tareas domésticas con la música del cubano; también de Aute, Víctor Manuel, Cecilia o Sabina.
Ni en la más impertinente adolescencia me rebelé contra los gustos musicales de aquella joven pareja que disfrutaba escuchando letras comprometidas de libertad, amor y justicia.
Sus gustos los hice míos y quise escuchar más, saber más. De este modo, encontré al dueño de aquella dulce voz, al poeta de gesto amable y convicciones políticas firmes.
Admiro a Pablo Milanés al margen de su ideología —es estúpido juzgar al arte a través de la lupa del pensamiento político— aunque también respeto su credo político, tan revolucionario como para ser crítico con la propia revolución.
Sus cantos, a la mujer amada que corresponde y también a la que se va, a la libertad recobrada tras el terror, son una maravillosa definición de la belleza.
El trovador de mirada tierna y sonrisa sincera se ha ido.
Triste noticia, solo mitigable con la seguridad de que muchos seguirán acompañando sus recuerdos con su voz, para así ser Eternamente Milanés.
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