Es larga la lista de desafueros que Vladimir Putin ha cometido en nombre de la sagrada Rusia, y ahora nos preguntamos si la comunidad internacional pudo haberle frenado sin finalmente hacerlo. Cuántas veces pudo haberse encontrado una reacción firme frente a la acumulación de poder, la supresión de la disidencia, la erosión constante de los atisbos de pluralismo y el castigo al ejercicio de la libertad de expresión. Y en qué medida su larga carrera de agresión e intimidación a terceros podría haber sido contenida mientras existió posibilidad de suscitar una respuesta democrática alternativa en su propio país, algo que hoy parece una quimera.
Quizá cuando el 22 de agosto de 2000 vimos como administraban en directo un sedante a Nadezha Tylik, madre del teniente Sergei Tylik, muerto en el hundimiento del Kursk, para que cesase la recriminación por el desastre. O cuando en la Segunda Guerra de Chechenia (1999-2009) se dio rienda suelta a la comisión de violaciones de derechos humanos frente a la población civil con sólo algunas voces aisladas llamando a la condena internacional, porque sofocar la revuelta por cualquier medio se consideraba un asunto estrictamente interno, aunque supusiese encumbrar como gobernantes regionales a personajes sangrientos como Ramzán Kadírov. Si la condena a prisión de Pussy Riot el 17 de agosto de 2012 no se hubiese visto entonces como anecdótica, sino la muestra de lo que vendría después, tan común a cualquier voz disidente (persecución, vilipendio público y exilio). O, de manera mucho más dramática, si más allá de las palabras de rechazo se hubiese articulado alguna respuesta común mínimamente sólida cuando fueron asesinados dirigentes opositores como Boris Nemtsov (27 de febrero de 2015), periodistas como Anna Politkovskaya (7 de octubre de 2006) o Maxime Borodin (12 de abril de 2018) o activistas de Derechos Humanos como Natalia Estemirova (15 de julio de 2009) de la ONG Memorial, hoy ilegalizada como tantas otras. Las cosas hubieran sido distintas también si los envenenamientos de Alexander Litvinenko (noviembre de 2006) Sergei Skripal (marzo de 2018) o Alexei Navalny (20 de agosto de 2020), no nos pareciesen sólo materia novelable para intrigas de espías sino el crimen atroz de quien se sabe capaz de hacerlo impunemente. Nos acordamos también de las innumerables reformas a conveniencia de su Constitución para perpetuar y ensanchar su poder, restricciones a la libertad de prensa para dejar el camino libre a la propaganda, o el acoso implacable a las organizaciones de la sociedad civil, expulsadas o prohibidas como agentes extranjeros. Todo hasta convertir la esperanza de democratización de Rusia en un espejismo, a la par que situaba al país en periplo sin fin de amenaza y agresión a sus vecinos, sosteniendo la segregación del Transdniéster (Moldavia), Abjasia y Osetia del Sur (Georgia), interfiriendo en la política interior de sus vecinos respaldando autocracias y ayudando en la feroz represión de cualquier protesta (los últimos casos, Kazajstán, enero de 2022, y Bielorrusia, agosto de 2020). Todo ello sin mencionar los episodios de dominación, despojo e intento de destrucción de Ucrania, todavía en curso.
Hemos dejado que el monstruo creciese, a caballo del poderío militar, el dinero de sus amigos oligarcas influyendo en medio mundo (España incluida), la dolorosa complacencia internacional (del sportswahsing de los Juegos de Sochi 2014 o del Mundial de 2018 a las invitaciones de Berlusconi en Villa Certosa), la dependencia de sus recursos energéticos y la incapacidad de sostener y respaldar a quienes han osado plantarle cara en su propio país, exiliados, presos o silenciados sin aparente remisión. Nos cruzamos casi todos los días con las víctimas directas de su crueldad, pues los refugiados ucranianos que nos encontramos en el parque o en el autobús bien pueden testimoniar qué significa tener que escapar de la noche a la mañana para huir de la locura desatada por un tirano sin freno. Podemos mirarnos en ellos, porque ahora que Putin, a lomos de un nacionalismo ruso de una agresividad inusitada, pasa a una fase nueva, con la anexión de territorios y la amenaza creíble del uso del arma nuclear, temblamos. Lo hacemos con razón, porque, en su lógica criminal, que probablemente se crea, lo que libra es una guerra en defensa de la integridad territorial de su país, que no puede ni va a perder militarmente. No siente necesidad de atender siquiera los llamamientos de terceros países, mientras éstos (China e India, por ejemplo) pueden seguir comerciando con Rusia sin temor a sanciones u otras consecuencias. Sólo un improbable desmoronamiento de su poder interno puede evitar que este horror prosiga y se agrave.