Como en todas las guerras, la propaganda oscurece hoy la información. Hay dos cosas indudables: que fracasó el intento ruso de realizar, hace seis meses, una invasión de Ucrania al estilo soviético y que el gobierno y pueblo ucraniano han mostrado una capacidad de resistencia que no esperaba Rusia y probablemente tampoco Estados Unidos y los países de la OTAN. Sin ella, toda ayuda material hubiera sido inútil, se vio hace un año en Afganistán, como se había visto antes en Vietnam o en 1949 en China. Ahora bien, eso no quiere decir que esta Ucrania moralmente reforzada y bien armada pueda ganar la guerra, si eso se entiende como la recuperación de las fronteras que le fueron reconocidas hace 31 años.
Tras el fiasco de la invasión rápida, Putin no desató una guerra total. Puede ser que, ante la eficacia de las actuales defensas antiaéreas ucranianas, no quisiera arriesgar su aviación, pero, realmente, no intentó lanzar bombardeos aéreos masivos y, en una guerra que se desarrolla en sus fronteras, podría realizarlos con misiles, incluso con la artillería. Salvo en el caso del combate por la ciudad de Mariupol y otras localidades menores, convertidas en campo de batalla, se ha mostrado la destrucción de edificios aislados en Kiev y su entorno o en Járkov, pero nada parecido a lo que hizo Estados Unidos en Irak para destrozar el ejército y las infraestructuras del país antes de comenzar la invasión terrestre o lo que antes había hecho en Vietnam, por no recordar lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial, algo más lejana.
Por mal preparado que esté el ejército ruso y deteriorado y envejecido que pueda estar su material, parece improbable que no pueda lanzar una ofensiva a gran escala en Ucrania, es más probable que no quiera hacerlo por razones políticas. La destrucción del país y bombardeos masivos sobre la población para desmoralizarla, como se han realizado en todas las grandes contiendas desde los años treinta del siglo pasado, incluida la de España, encajarían mal con el supuesto objetivo de la intervención militar y probablemente aumentasen el rechazo en la opinión pública rusa.
Es evidente que las fuerzas invasoras cometieron crímenes de guerra contra la población civil en Bucha y otras localidades del norte, habría que saber si con el objetivo predeterminado de aterrorizarla o por extralimitación, ni reconocida ni castigada, de determinadas unidades, entre ellas las chechenas, pero el observador informado debe reconocer que el verdadero crimen de Putin es haber invadido Ucrania y comenzado una guerra que inevitablemente provocaría miles de muertos y heridos, destrucción y sufrimiento. Por mi profesión, sé lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial, no puedo olvidar a Coventry, pero tampoco a Dresde y, sobre todo, a Hiroshima y Nagasaki. De niño y adolescente veía a diario los bombardeos sobre Vietnam en la televisión y nunca se borrarán de mi memoria las fotos terribles de los niños quemados por el Napalm. Mucho más reciente fue la retransmisión televisiva de los bombardeos sobre Bagdad, parecía un espectáculo de fuegos artificiales, no vimos los muertos o, más tarde, a muchos menos de los que realmente se produjeron. El crimen es la guerra y poco vamos a aprender de esta si aceptamos que es un caso único.
No tengo ninguna duda de que el responsable del conflicto es Putin, tampoco de que Ucrania tiene derecho a defenderse y es legítimo y necesario que las democracias la ayuden, especialmente las europeas, solo me rebelo contra los excesos de la propaganda y una visión de la historia que convierte a Estados Unidos y sus aliados en angélicos protagonistas.
Ucrania no puede derrotar a Rusia y ningún gobierno ruso podría aceptar la pérdida de la península de Crimea, no solo por la base de Sebastopol, sino porque el único argumento para sostener que debe ser ucraniana es que el gobierno de Yeltsin aceptó inicialmente las fronteras administrativas soviéticas para el nuevo Estado, aunque el parlamento ruso rectificó casi de inmediato, en 1992. Ni la historia ni una población mayoritariamente rusófona acreditan el derecho de Ucrania sobre Crimea. Probablemente, la solución más razonable, en la que nadie sería claramente vencedor, pero tampoco derrotado, consistiría en unos acuerdos de paz que garantizasen la neutralidad e independencia de Ucrania, la autonomía de las regiones mayoritariamente rusófonas, de las que se retiraría el ejército ruso, y la integración de Crimea en Rusia. Previamente, sería necesario un armisticio, que permitiese negociar las condiciones de una paz duradera. No parece que esto vaya a plantearse a corto plazo. No se aprecia entre los contendientes ningún intento serio de abrir una negociación, ni se ve que los aliados de uno y de otro realicen esfuerzos para mediar, confiemos en que se esté practicando esa diplomacia secreta que, a veces, ofrece gratas sorpresas.
Es difícil saber si las pretensiones ucranianas de una victoria militar que permita volver a las fronteras de 1991 y las rusas de incorporar a su país cerca de un tercio del territorio de Ucrania son irreductibles o solo posiciones de máximos, destinadas a lograr los mejores resultados posibles en una hipotética negociación. En el primer caso, la guerra podría prolongarse indefinidamente, con las consecuencias para la ciudadanía ucraniana y para el mundo que ya conocemos y el riesgo añadido de que la Rusia de Putin, una potencia nuclear, no se olvide, pueda llegar a la barbarie más extrema si se ve contra la pared. Existe una amenaza inmediata de catástrofe atómica en la central de Zaporiyia, pero no tanto porque esté bajo control de Rusia, que tiene suficientes como para saber gestionarla, sino por la irresponsabilidad que supone convertirla en objetivo militar.
No se puede normalizar la guerra, es imprescindible que se hagan los máximos esfuerzos para detenerla. Putin es el mayor culpable y no va a pagar por ello, salvo que se produzca un improbable colapso del régimen ruso. Puede ser duro aceptarlo, pero ha sido lo habitual en la historia, nadie procesó por iniciar guerras, invadir países, perseguir a civiles en los territorios ocupados o bombardear masivamente a la población civil a Truman, ni a Jonhson, Nixon, Bush hijo o su cómplice José María Aznar; tampoco a Stalin, Kim Il-Sung, Brézhnev o Bachar al-Asad. Ahora, Mohamed bin Salmán o Abdelfatah Al-Sisi, solo por poner dos notorios ejemplos de tiranos criminales, el primero implicado en una guerra bárbara, aunque ocultada, son de los nuestros.
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