Tuve la fortuna de disfrutar de Francisco Vizoso, humanista, filólogo y musicólogo, como profesor en el Instituto Jovellanos, incluso pude mantener cierto trato con él fuera del aula. Un tema que aparecía con frecuencia en su conversación era la incomodidad que le producían los semicultos, personas con una formación limitada, pero que, al haber leído algunos libros, se creían capaces de opinar sobre todo. Vizoso, auténticamente culto, era temible en ese aspecto, nada le irritaba más que un interlocutor que le discutiese sin conocimiento.
El problema del semiculto no era tanto que su cultura fuese superficial, sino que no era consciente de ello. Entonces, cuando acababan de iniciarse los años setenta del pasado siglo, no existía Internet, generalmente eran profesionales que conocían su especialidad, pero poco de otras materias, y que, a falta de Wikipedia, ya podían disponer de la enciclopedia Larousse, más sólida sin duda, para convencerse de que con su consulta adquirían una cultura universal. Ahora, cualquiera capaz de incluir una palabra en un buscador cree que alcanza la sabiduría en un clic, lo que ha degradado el concepto de semiculto y aumentado la seguridad de los opinadores universales. Si a esto se une una distorsionada comprensión del concepto de igualdad, las consecuencias comienzan a ser peligrosas.
No se entienda que cuestiono el derecho de todo el mundo a hablar de cualquier cosa. Siempre disfruté de las discusiones, en barra o mesa, con una botellina de sidra, una cunca de viño o un vaso de cerveza, es un ejercicio sano, que estimula la inteligencia, pero también supe pronto que no es lo mismo perorar en un chigre que pronunciar un discurso en un parlamento, disertar en una academia o impartir una clase o conferencia. Con Internet ya no se habla para un reducido grupo de personas, se escribe y ese texto pueden leerlo millones en todo el mundo. Todo se iguala o, más bien, se devalúa, la moneda mala siempre desplazó a la buena. Del semiculto se pasa al mal informado, cargado de falsas certezas y que, encima, se ve capaz de difundir las necedades que ha aprendido o simplemente se le ocurren. Si esto se combina con una equivocada noción de igualdad, el coctel puede ser muy dañino.
Las sociedades democráticas se sustentan sobre el principio de que todos y todas tenemos los mismos derechos y somos iguales ante la ley, pero eso no quiere decir que lo seamos en todo. No tiene el mismo valor la opinión de un virólogo sobre una epidemia que la de un médico no especialista expulsado de la profesión por malas prácticas o la de una monja mediática, tampoco la de una economista sobre la inflación que la de una química o una conductora de taxi sobre el mismo tema.
No hay nada más peligroso que confiar el gobierno a las élites, no solo porque son difíciles de definir, sino por que nada garantiza su eficacia como gestoras o su honradez. Ahora bien, una cosa es esa y otra entregárselo a cualquier babayu. Aclaro a los no asturianos que utilizo el término como una combinación de cuatro de las acepciones que le concede el Diccionario General de la Lengua Asturiana: engreído, fanfarrón, grosero y necio. Se comprenderá que no hay otro tan completo y preciso en castellano. Por encima de la ideología, palabra de demasiado calado, paradigma del político babayu es Donald Trump y, en España, babaya es Isabel Díaz Ayuso; babayos son también Boris Johnson, Bolsonaro, Abascal, Maduro, Castillo, Salvini, Grillo, Orbán, el alcalde de Ourense, a escala más local, y tantos otros. No se crea que incluyo en este concepto a todos los líderes populistas, por ejemplo, las señoras Meloni y Le Pen, reaccionarias pero reflexivas, aunque esbabayen de vez en cuando, entran en otra categoría, quizá más peligrosa.
Lo sucedido en Estados Unidos debería servir para convencer a la ciudadanía que conserva un poco de sensatez de que les babayaes pueden provocar hilaridad, pero que los babayos se hagan con el poder no es ninguna broma. Otro problema, y no menor, es que ese charlatán de feria siga teniendo millones de seguidores y condicione la política del Partido Republicano. Eso en medio de un renacer del fanatismo religioso y del éxito de sectas como QAnon, capaces de llegar al Congreso, que se benefician del uso estúpido de Internet. No estaría mal reflexionar sobre cómo un sistema educativo ha logrado que en un país rico y con destacadas universidades, con un elevado nivel de investigación, buena parte de la población piense como si perteneciera a una analfabeta sociedad preindustrial y preilustrada.
Un buen caso de babayismu político-mediático lo hemos vivido recientemente en España con el asunto de la espada de Simón Bolívar. No sé si Felipe VI pretendió emular a su antepasado Fernando VII, cuyo negacionismo ante un hecho inevitable alargó la guerra colonial e impidió, justo hace doscientos años, cualquier salida negociada, o sencillamente dudó sobre qué hacer, como parece indicar la foto en que aparece de pie ante la urna, pero lo asombroso fue la reacción de políticos babayos como Rafael Hernando, el sedicente liberal Daniel Pérez Calvo, una muestra más de que Ciudadanos es solo un partido nacionalista español, o, más esperable, Juan Luis Steegman, de Vox. El ridículo de la prensa derechista madrileña y algún columnista de provincias estuvo a la par. Como demostraron Ángel Munárriz, en Infolibre, e Íñigo Adúriz, en Eldiario.es, en sus disparates sobre Bolívar sobrepasaron por la derecha a Franco y al propio Juan Carlos I, que en su día habían elogiado al político y militar americano. No voy a extenderme sobre la cuestión, solo cabe recordar que Bolívar luchaba contra el absolutismo de Fernando VII, que no fue el único que combatió por la independencia de las colonias y que condenar como criminales a los que lo hicieron supone reprobar la existencia de esos países, mala forma de mantener la hermandad con ellos. Fue una larga guerra civil, cruel como todas ellas, y ninguno de los dos bandos la hizo repartiendo abrazos y flores. En cuanto al abuso del término «genocida», es fruto de la ignorancia que caracteriza esta época.
¿Por qué tienen tanto éxito los políticos babayos? Quizá se deba a que, como muestra Internet y ha dejado claro la epidemia, son bastantes los que se identifican con ellos. Una persona inteligente se inclina a votar a quien considera más capaz, además de razonablemente afín a sus ideas, el babayu se siente satisfecho al ver que alguien como él puede llegar al poder, es la reivindicación de la igualdad absoluta, una deriva peligrosa de la democracia.
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