Un periódico madrileño relataba el pasado viernes que, acuciado por la necesidad de encontrar alternativas a la energía rusa, occidente está estrechando lazos con países autoritarios. De inmediato me pregunté ¿cuándo dejó de hacerlo? Durante la guerra fría cualquier anticomunista era bueno, aunque fuera tan sanguinario como Trujillo o Videla, pero no debe olvidarse que la OTAN, la alianza «occidental» por excelencia, nunca mostró especial interés por la democracia o los derechos humanos. De hecho, no le hizo ascos al Portugal de Salazar, miembro fundador, a la Grecia de los coroneles o a varias dictaduras militares turcas. Tras el fin de la Unión Soviética, tanto las potencias europeas como EE. UU. continuaron cultivando la amistad de tiranías si la consideraban provechosa.
Probablemente el pragmatismo en las relaciones internacionales sea inevitable, aunque conduce a desconfiar de las selectivas cruzadas por la democracia, que suelen esconder otros intereses. En cualquier caso, convivencia no es lo mismo que amistad. Una confederación de países construida no solo por intereses, sino sobre valores comunes, como la Unión Europea, no puede ser tolerante con fuerzas políticas contrarias a los más elementales derechos de la persona, especialmente si llegan al gobierno. No sirve alegar que eso es la democracia, si la mayoría de los electores de un país europeo elige a dirigentes que combaten los valores sobre los que se construyó la Unión debe saber que eso significa que decide abandonarla.
De una u otra forma, todas las extremas derechas amenazan la libertad individual, la igualdad y la democracia, pero las recientes declaraciones del primer ministro húngaro en Rumanía, por explícitas, han saltado una barrera hasta ahora infranqueable. Las fuerzas antidemocráticas, incluido el fascismo, siempre han sido cínicas a la hora de exponer sus planteamientos más extremos hasta que ocuparon el poder. El señor Orbán ya lo detenta en Hungría, pero aún no ha logrado, esperemos que nunca lo consiga, que sus secuaces gobiernen en otros países de la unión o tengan mayoría en el Parlamento Europeo. La agresión rusa contra Ucrania lo ha separado de Polonia, a cuyo gobierno ha hecho más flexible la necesidad de amparo frente a la amenaza del imperialismo putiniano. En cualquier caso, el descaro racista que ha mostrado el líder húngaro prueba que el peligro de que se imponga la barbarie es muy real. La reacción de la señora von der Leyen ha sido demasiado tibia, tampoco se ha visto la contundencia necesaria en otros dirigentes europeos.
Las palabras de Orbán no se diferencian de las de Hitler, del Mussolini de las «Leyes de defensa de la raza», por cierto, promovidas por Giorgio Almirante, inspirador político de Giorgia Meloni, del Ku Klux Klan o de las que pudiera pronunciar un dirigente de la Sudáfrica del apartheid. Afirmar que la raza magiar es «pura» es una idiotez digna de un nacionalista ignorante, oponerse a la «mezcla de razas» y sostener que el mestizaje destruye a las naciones es simplemente un crimen.
Con esos planteamientos se desprecia a miles de millones de personas en todo el planeta, se las relega a la condición de impuras, de segundo orden y peligrosas. Es racismo sin disimulo, el mismo que condujo al mundo a su mayor tragedia hace solo unas decenas de años. El discurso de Orbán envenena a Hungría y a Europa entera y lo peor es que no está solo.
No deja de ser curioso que esos políticos se presenten como defensores de una Europa cristiana, no puede haber nada más alejado del Evangelio. Es cierto que los protestantes siempre han tenido el lastre de tomarse al pie de la letra el Antiguo Testamento y a su Dios tan pavorosamente humano, vanidoso, iracundo, violento e incluso malvado, y que los católicos con frecuencia practican un paganismo que pone por delante a la Iglesia de la predicación de Jesucristo y a los ritos como centro de su religión, pero no puede haber nada más alejado del «amaos los unos a los otros», de la universalidad que proclama el catolicismo, que el racismo. También sorprende que esas ultraderechas admiren a los Estado Unidos, un país que se ha hecho grande gracias a ser multirracial, mestizo, aunque todavía haya una parte de su población que no lo comprenda.
Sigue siendo válido el principio ilustrado de que el objetivo de la comunidad política es la felicidad de sus integrantes y esta no podrá existir sin el respeto hacia todas las personas, independientemente del color de su piel, su lengua o su religión; sin la igualdad real de todos y todas ante la ley; sin libertad individual; sin tolerancia hacia las diferencias y sin plena democracia. El bienestar material es muy importante, pero jamás puede ponerse por delante de los valores fundamentales. Eso hizo una mayoría de alemanes en 1933, no hay más que añadir.
No se puede blanquear a los populismos ultranacionalistas. Los falsos profetas de la extrema derecha nacionalista y racista, machista y homófoba, no son demócratas, no son liberales, no buscan el progreso, solo poseen ambición y estupidez, solo pueden conducirnos de nuevo a la barbarie. Devolvámoslos al basurero de la Historia, de donde nunca debieron salir.
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