La serpiente

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

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24 jul 2022 . Actualizado a las 10:07 h.

Cuando yo era niño albergaba una idea muy precisa del Mal. No sabía exactamente en qué consistía, pero sí cuál era su aspecto: tenía la forma de una serpiente. Así era como la había visto en el catecismo: arrastrándose junto a un manzano. También me la había encontrado trepando por la peana de la imagen de La Milagrosa que había en el vestíbulo del sanatorio en el que trabajaba mi padre. A veces, Teresa, la chica que nos cuidaba, nos contaba a mi hermano y a mí historias truculentas de la aldea en las que culebras y serpientes aparecían con frecuencia. Eran ofidios inteligentes y malévolos que iban por la noche a mamar de los tetos de las vacas, porque sentían una morbosa atracción por la dulzura de la leche, y se acercaban incluso a los pechos de las pastoras que se quedaban dormidas en los prados.

Es por todo esto que, cuando finalmente me encontré cara a cara con la serpiente resultó como una pequeña revelación. Fue en el camino que llevaba al río Miño, la calzada empedrada que se decía que habían construido los romanos. Por aquel sendero sinuoso bajábamos en el verano a bañarnos al río, y un día la encontramos allí. Estaba tomando el sol, enroscada en una piedra caliente del camino. Al vernos alzó la cabeza y restalló su lengua bífida, como si fuese a hablar. Yo me quedé paralizado por esta visión hipnótica. La rodeamos cuidadosamente, sin dejar de mirarla fijamente, y conseguimos pasar.

En la enciclopedia Naturalia que tenía mi padre en su despacho había muchas fotografías de serpientes y culebras. Mi hermano las copiaba a veces en un cuaderno cuadriculado. Pero ninguna era como la que habíamos visto en el camino del río. Aquella serpiente me había parecido realmente la del catecismo, y la inquietud que suscitaba era única. Aquella, pensaba yo, era la misma serpiente que la Virgen aplastaba con sus pies descalzos en la imagen del Sanatorio, y por eso tenía que ser más peligrosa, al arrastrar su inmenso resentimiento antiguo.

Solo la volví a ver una vez más, y fue unos años más tarde. Pasábamos mi hermano y yo el verano en el pazo de doña Virginia en las montañas de Cervantes y todas las mañanas íbamos a angazar con los mayores a las tierras del valle. A nuestro alrededor correteaban los perros de la casa, nerviosos porque eran de caza. Como siempre, el más hermoso de todos ellos, Tel, se había apartado de los otros y, alejado, observaba algo. Entonces Ricardo, uno de los nietos de doña Virginia, también con la mirada fija en la lejanía, le pidió en voz baja a su primo José Manuel que fuese a la casa y le trajese una escopeta y cartuchos. Mi hermano y yo le acompañamos y a mí me tocó llevar los cartuchos en la mano. Cuando le dimos el arma a Ricardo, este la cargó y nos mandó quedarnos allí. Se fue a donde esperaba el Tel rígido como una estaca. De lejos vimos como Ricardo apuntaba al suelo y hacía un solo disparo. En seguida estaba de vuelta. Sostenía un palo en la mano, y en el palo iba enroscada la serpiente que había matado. Le faltaba la cabeza, pero supe sin dudarlo que era la que había visto en el camino de los romanos.

Tenía que ser la misma porque aquel año terminó mi infancia y ya no volví a ver más a la serpiente. Quizá, después de todo, no fuese la encarnación del Mal, como yo creía. En efecto, a lo largo de los años, por desgracia, me ha tocado ver la maldad, la crueldad o el miedo de cerca algunas veces y no tenían una forma concreta. Lo que sí es cierto, en cambio, es que despertaban la misma sensación, la misma inquietud de aquellos dos encuentros con la serpiente en los veranos de la infancia.