En 1985 se aprobó en España la Ley Orgánica sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España, conocida comúnmente como «Ley de Extranjería». Nuestro país establecía un régimen jurídico que pretendía adaptarse, con vocación integral, a una realidad inmigratoria distinta de la que habíamos conocido, pues la trayectoria histórica de España es la de país de emigración (como bien atestigua, en el caso de nuestra Comunidad, la profunda huella de la diáspora asturiana). Dicho régimen, con todas sus modificaciones, singularmente la Ley Orgánica 4/2000 que sustituyó a la anterior, y las 24 leyes posteriores que a su vez modificaron ésta, sigue girando sobre el mismo eje. Con carácter general el proyecto migratorio de cualquier persona que quiera probar suerte y trabajar en España, si quiere iniciarlo de manera regular, pasa, dicho grosso modo, por la obtención del correspondiente visado en origen y la autorización administrativa que se lo permita. Para que la Administración decida si existe la posibilidad de trabajar por cuenta ajena, la situación nacional de empleo es determinante. Existen otras alternativas relevantes para acceder a la residencia (no particularmente sencillas, incluso cuando se desea reagrupar a familiares) y, consciente de que la formación de bolsas de irregularidad es prácticamente inevitable, se han arbitrado por vía reglamentaria procedimientos que lo permiten, mediante demostración del arraigo (social, familiar o laboral). Se debate, además, sobre un nuevo proceso de regularización extraordinaria, totalmente necesario para que emerja a la realidad estadística y administrativa, a la posibilidad de cotizar y tributar y al ejercicio efectivo de derechos básicos, quien no ha podido acogerse hasta ahora a la vía del arraigo.
Cualquiera que haya tenido un contacto, siquiera tangencial, con la realidad del sistema de extranjería reconocerá la anomalía estructural y el profundo fallo de lo que no funciona ni puede funcionar. Requiere recursos ingentes, un nivel altísimo de coordinación con los países a los que se devuelve o expulsa, control exhaustivo de fronteras y movimientos de personas y sobre todo, provoca una situación estructural de indefensión y sujeción de quienes se encuentran sometidos a este régimen que genera indefectiblemente situaciones de exclusión, arbitrariedad en la aplicación de la norma, indefensión y vulnerabilidad, más allá de la situación de clandestinidad en los casos en que esta se produce. Todo ello sumado a la visión netamente economicista (que no debería ser la única ni la principal) de este fenómeno, que determina que una parte significativa de las autorizaciones de residencia y trabajo, en buena medida, dependan de la mano de obra cuya carencia se detecta los registros disponibles, claramente falibles. Lo cierto, sin embargo, es que pese a la necesidad de rejuvenecimiento de nuestra sociedad, pese al efecto dinamizador (también de la economía) que los flujos migratorios tienen por sí mismos, pese a la existencia de sectores importantes de nuestra actividad donde escasea la mano de obra, pese al resto de vías teóricamente disponibles, obtener un visado en origen es, en la gran mayoría de ocasiones, misión imposible. En otra clase de situaciones, como las de las personas que se pueden acoger al asilo o a la protección subsidiaria, son minoritarios los casos de quienes lo pueden solicitar en origen o en la primera legación diplomática española que encuentren, pues la propia situación de persecución o riesgo de daños graves establece sus imperativos y el primero es alcanzar un territorio seguro.
El 1 de noviembre de 1988 un joven marroquí de 23 años fue el primer fallecido ahogado en el intento de pasar el Estrecho, del que se tenga constancia. Desde entonces, la prioridad, prácticamente la obsesión, de los distintos Gobiernos ha sido evitar la partida de embarcaciones desde Marruecos (y desde el Sahara Occidental que ocupa), Argelia, Mauritania o Senegal, principalmente por las tensiones en los sistemas de acogida temporal (o de devolución) que provoca, por la zozobra que causa en el lugar de llegada y por todas las consecuencias políticas asociadas a un fenómeno frecuentemente utilizado como arma arrojadiza. Ha importado menos el hecho simple y crudo de que, según las estimaciones de distintas organizaciones sociales, en torno a 10.000 personas hayan perdido la vida en el intento desde entonces. Se han formulado menos interrogantes sobre la razón y expectativas de todas las personas que se ven en la situación de emprender viajes de meses o años, desde países en descomposición institucional donde el Estado ha perdido el control de partes importantes del territorio (como sucede en buena parte del Sahel) o donde la oportunidad del proyecto migratorio equivale a la mejora de la situación de toda la familia a la que podrán ayudar, si terminan con éxito. Apenas se plantea la pregunta, llana y elemental, sobre qué sucedería si existiese, por el contrario, una expectativa real de inmigración regular. Es decir, si en lugar de resultar difícilmente viable, como ahora, el cauce contemplado en la ley, la política migratoria atendiese más, en beneficio del propio país de destino, a las poderosas razones demográficas que a las consideraciones (erróneas o, como poco, parciales) sobre mercado de trabajo. Parece cabal pensar que, en ese caso, se plantearía este cauce ordinario de manera prevalente, como alternativa a periplos de riesgo, movimiento bajo el control de mafias y sometimiento a autoridades públicas de los países de tránsito dispuestas a utilizarles como arma de presión entre Estados o como fuente irregular de ingresos.
Lejos de replantearnos la continuidad de esta política y sus efectos letales, estamos, sin embargo, en una nueva fase en la que la tensión se produce también en la frontera terrestre de los enclaves españoles en Marruecos, con consecuencias cada vez más trágicas. Recordemos que en febrero de 2014 murieron ahogadas otras 15 personas en la Playa del Tarajal (Ceuta) mientras los policías españoles utilizaban contra ellos material antidisturbios. O el episodio del 17 de mayo de 2021 en Ceuta, ejemplo de utilización de la población migrante como medida de presión por parte de Marruecos. En un peldaño más, en el incidente del pasado 24 de junio se admite (o incluso se jalea), una respuesta cuasi militar donde se utiliza fuerza desmedida, con evidente desprecio a la vida de los migrantes y deparando un resultado luctuoso totalmente insoportable: 23 personas muertas según las autoridades marroquíes, mientras otras fuentes elevan la cifra a 37 fallecidos. Las imágenes captadas valientemente en Nador por la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (entidad fuertemente hostigada por las autoridades del país vecino, por cierto) sobre el trato dispensado a los migrantes son la plasmación de la realidad más amarga, pues recogen con total claridad la total negación de condición humana y de derecho alguno a los migrantes. Por supuesto, de la atención a posibles demandantes de protección internacional, que pueden tener fundadas razones de seguridad para escapar de su lugar de origen, mejor olvidarse. La respuesta española, primero apoyando abiertamente la actuación de las fuerzas de seguridad marroquíes (con declaraciones que ensombrecen para siempre a quien las profiere) y luego continuando con dicho respaldo, pero de manera vergonzante, da la talla moral en la que nuestra política migratoria se encuentra, asumiendo como inevitables daños colaterales lo que es un crimen en toda regla.
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