Vivimos tiempos de cambios. El sindicalismo, tal y como lo conocíamos, agoniza. La actual huelga en el sector del transporte lo demuestra. En este conflicto laboral las viejas centrales sindicales ya no son, por más que se empeñe el gobierno central, un interlocutor eficaz. Los trabajadores en huelga han prescindido de los viejos sindicatos, optando por articular su protesta a través de nuevas plataformas.
Los cambios no siempre son entendidos y, en muchos casos, deseados. Señalar a los transportistas como «extremistas de derecha», «irresponsables» o «cómplices de Putin» es una muestra de improvisación, impotencia y temor del Ejecutivo que preside Pedro Sánchez. Acostumbrados a canalizar toda reivindicación laboral a través de sindicatos dirigidos por compañeros de partido en una suerte de favores prestados, la tarea se complica cuando hay que negociar directamente con trabajadores ajenos a interesadas estrategias políticas.
Es difícil creer que los miles de trabajadores en huelga sean peligrosos ultras empeñados en derribar al gobierno del PSOE y Unidas Podemos. Quienes mantienen una protesta -sus efectos ya todos lo notamos en nuestro día a día- son simplemente hombres y mujeres que han visto que trabajar, además de ya no ser un medio para vivir por los mínimos o inexistentes beneficios, les cuesta dinero.
Nunca es buen momento para un país hacer frente a una huelga que amenaza con el desabastecimiento, mucho menos en la actual situación generada por factores internacionales. Por ello, se precisa un esfuerzo desde el Gobierno de España. Urge abrir mesas de diálogo donde escuchar de mano de los afectados sus reivindicaciones y consensuar medidas de urgente aplicación para paliar el problema.
Para beneficio de nuestro sistema parece que los tiempos de fotografías de mesas de negociación de cartón piedra y los acuerdos cerrados, sin luces ni taquígrafos, en reservados de restaurantes caros se ha acabado. El obrero de hoy, harto de que sus demandas se oculten o expongan por parte de los viejos sindicatos dependiendo de qué organización política ocupe el poder, busca a alguien que defienda exclusivamente sus intereses.
El servicio prestado por centrales sindicales como UGT o CCOO a la consolidación de la democracia y el progreso, es innegable. Es precisamente la desaparición de esa vocación de servicio lo que ha convertido a estas organizaciones en meros satélites del poder, sin otra labor que la de tejer telas clientelares cuyo apoyo ofrecen a sus organizaciones políticas de cabecera a cambio de mantener su posición privilegiada.
Hoy es el sector del transporte pero, con toda seguridad, mañana serán otros muchos. El fin del sindicalismo clásico, ganado a pulso por sus dirigentes, es una realidad que se cristalizará, sobre todo, en aquellos ámbitos en los que el individuo no debe su puesto de trabajo al favor del sindicalista o político de turno, sino al propio esfuerzo.
Una vez más, la historia lo demuestra, quienes no son capaces de adaptarse a los cambios desaparecen.
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