Si nos atenemos a los dos elementos principales que estructuran el heterogéneo movimiento ideológico que denominamos «regeneracionismo» (a saber: diagnóstico de decadencia y prescripción de un tratamiento para su restablecimiento), bien podremos concluir que años antes de que el escenario patrio quedara impregnado por la atmósfera de pesimismo colectivo que insuflaba la crisis finisecular, sin esperar a que el Desastre hiciera aflorar lamentos varios y algún que otro propósito de enmienda, ya hubo regeneracionistas en España, ya hubo quienes alertaron del atraso del país, quienes propusieron vías para atajar los males de la patria. Tal es el caso de Rosario de Acuña, de quien bien se podría decir que fue regeneracionista durante buena parte de su vida; luego, ya en la vejez y quizás un tanto desalentada, fue abriendo su esperanza a remedios más radicales y profundos.
En los inicios de la década de los ochenta, apenas cumplida la treintena, su vida da un brusco giro. Rosario y Rafael abandonan Zaragoza, ciudad en la que la joven pareja se había establecido poco después de su boda, y se instalan en una quinta campestre a las afueras de Pinto, una localidad situada al sur de la provincia de Madrid que por entonces no alcanza los dos mil habitantes. Ha pasado casi cuatro años fuera de su ciudad natal y durante ese tiempo las cosas no debieron resultar tal como se había imaginado. Por lo que sucedió después, por lo que escribió por entonces, bien pudiera pensarse que la imagen que tenía de su querida España se estaba resquebrajando. La ensoñada visión de su patria, aprendida con afán en las paternas narraciones y las lecturas propias, se tambalea cuando tropieza de lleno con las insanas vanidades que se gastan sus compatriotas, cuando la acaramelada existencia aburguesada en que ha vivido se da de bruces contra la «asfixia moral y física» en que están sumidas las aglomeraciones urbanas.
La única alternativa que encontró entonces fue la de recluirse en el campo, al abrigo de la Naturaleza. Con ese objetivo en mente se hace construir una vivienda en las afueras de la pequeña localidad madrileña a la que se ha trasladado. La llama Villa-Nueva y pretende convertirla en una unidad de producción autosuficiente, con palomar, gallinero y establo para dos caballos fuertes y mansos (compañeros indispensables en sus expediciones por los caminos de la vieja España), una cuidada huerta, un maizal, variedad de frutales y plantas de todas clases... Ilusionada con aquel prometedor futuro que se abre de nuevo en su vida, recuperado su ánimo por efecto de los salutíferos aires campestres, convencida de la importancia que para la regeneración del país representa la vida en el campo, pretende convertir a las mujeres en protagonistas del cambio que vislumbra. Quiere esparcir la simiente regeneradora en terreno apropiado: en el de la mujer sensata, con cierta preparación, abierta a las ideas razonables que puedan mejorar la vida de los suyos. Nada mejor para ello que una revista dirigida a las que se muestran interesadas por las últimas novedades en todo aquello que atañe a la moda y al hogar, a su vida y a la de su familia. En el ejemplar de la revista El Correo de la Moda publicado el 11 de marzo de 1882 se presenta a sus lectoras, desde una sección que ha dado en llamar En el campo.
Con apenas treinta y un años está convencida de que la vida en el campo no solo es más auténtica, sino que también constituye la antesala de la regeneración que España precisa, razón por la que no duda en utilizar cuantos medios tiene a su alcance para dar a conocer sus pensamientos al resto de las mujeres, a quienes en sus escritos llama «compañeras mías». A ello se dedica con dedicación y entusiasmo: en ese tiempo, además de su colaboración en El Correo de la Moda, publicará tres extensos trabajos en Gaceta Agrícola, una publicación de amplia difusión que edita el Ministerio de Fomento. En uno de ellos, titulado «La educación agrícola de la mujer», avanza algunas de sus propuestas para construir ese futuro que ansía: «En la escuela granja-modelo puede abrirse un curso de botánica, de zoología, de física y mecánica, las cuatro principales ciencias auxiliares de la agricultura, y prácticamente puede enseñarse la cría de animales caseros...»
Escribe con la mirada larga, rayana en la utopía, pero lo hace convencida de que sus propuestas, por inviables que pudieran parecer entonces, terminarán por imponerse en un futuro, por lejano que este se encuentre. De ahí su insistencia en algunas de ellas; de ahí también que se dirija a aquellas mujeres que cuenten «con cierta preparación», con espíritu de observación y análisis, y estén abiertas a la posibilidad de mejorar su vida y la de los suyos. Solo ellas pueden ser capaces de emprender el camino de la regeneración, las únicas que pueden construir un hogar campesino iluminado por la luz de la razón que, al abrigo de la Naturaleza y al compás de sus leyes y sus ritmos, se levante frente a la degeneración que está corroyendo las ciudades.
Por entonces parece conformarse con haber despertado la curiosidad de sus interlocutoras, a las que les ha mostrado cómo es la vida en el campo («que muchas desconocéis») tal y como ella la estaba viviendo en aquel tiempo; parece conformarse con la posibilidad de que algunas de ellas mediten despacio acerca de la importancia que para la regeneración patria representa la mujer en el campo, asumiendo las riendas de un hogar racional regido por su inteligencia. Pero no concluye entonces, su propuesta sigue viva, y volverá a retomarla años después cuando, en otro lugar y en otras circunstancias, se dirija de nuevo a otras mujeres para decirles que ellas son las llamadas, que ellas han de ser las protagonistas, las hacedoras de la sociedad del porvenir, «que uno de los factores esenciales de la regeneración española estriba en elevar el nivel físico, moral e intelectual de las almas femeninas». Lo hace entonces desde una columna titulada Conversaciones femeninas que publica el santanderino diario El Cantábrico a lo largo de 1902.
Han pasado dos décadas y su vida ha cambiado. Ha entrado en la cincuentena, se ha convertido en viuda recientemente, vive en Cueto, por entonces una aldea situada a escasos kilómetros del centro de Santander, y se esfuerza en sacar adelante una granja avícola, con cuyos esperados beneficios podrá completar la pensión de viudedad que ha empezado a cobrar por entonces. Aunque hay diferencias evidentes entre las dos series de artículos, tanto en el tono como en los puntos desde los que articula su discurso, la tesis sigue siendo la misma a pesar de los veinte años que los separan: la regeneración de la sociedad debe de iniciarse en el campo, en el contacto con la naturaleza, y la mujer, la mujer campesina, ha de ser la protagonista de ese cambio tan inevitable como necesario. La redención del campo, y por ende de la sociedad española, ha de lograrse por la implantación en el medio rural de hogares cultos, a cuyo frente se halle la mujer campesina, instruida e inteligente. Cambia, eso sí, el tono con el que articula su propuesta. Suena ahora menos bucólico, más próximo a la realidad, a la suya y a la de algunas mujeres montañesas.
Su ejemplo parece avalar su propuesta. Debe de ganarse su sustento y lo hace poniendo en práctica buena parte de lo que ha predicado. Convertida en una de esas campesinas que deben protagonizar la ansiada regeneración, trabaja, estudia y aprende. Diseñó la instalación de su granja avícola, la dotó de las últimas novedades mecánicas, compró lotes de las mejores razas ponedoras y se dedicó de lleno, en largas jornadas cada uno de los siete días de la semana, al cuidado de sus patos y gallinas. El concienzudo trabajo no tardó en obtener sus frutos: los productos de su granja no solo contaron con el favor de quienes los compraban sino que obtuvieron un galardón en la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en 1902.
La utopía no parece serlo tanto. Su ejemplo y el de otras mujeres invitan a pensar que, ciertamente, el cambio es posible. De ahí que dedique las últimas entregas de sus Conversaciones femeninas a esbozar el camino para lograrlo: las pequeñas industrias rurales, «una de las fuentes de mayor riqueza de todo país culto y trabajador». Riqueza y cultura en el campo, de la mano de la mujer campesina, que es quien debe liderar el cambio. Ella es quien debe poner en marcha esas actividades que supondrán un valor añadido en la vida de los suyos y un impulso para el restablecimiento de la adormecida nación. El abanico es bien amplio, a tenor de la enumeración que realiza, pues, además de la avicultura que bien conoce, se refiere también a la elaboración de mantequilla, a la producción de quesos, la apicultura, la cría del gusano de seda, la preparación de conservas de frutas y legumbres, la floricultura... Convencida de que es posible, exclama con entusiasmo: « ¡Volvamos el rostro a los campos de la patria; hagamos en ellos surgir el ideal de la mujer agrícola, culta e inteligente!»
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