Como siempre que se prolonga la sequía, reaparecen estos días los fantasmas de los pueblos inundados. Los pantanos que los anegaron hace décadas se van vaciando y empiezan a asomar primero las torres desvencijadas, después los tejados, luego los muros desdentados. Es un espectro que se pone en pie y que a veces parece sorprendentemente bien conservado, porque el tiempo es más clemente bajo las aguas, transcurre más despacio. Es uno de los milagros más antiguos, este de que se aparten las aguas, pero no ha perdido del todo ese carácter taumatúrgico. Sigue siendo un espectáculo sobrecogedor, ver como emerge una localidad que fue y ya no es. Es como quien saca de la caja de latón del abuelo las postales amarillentas de lugares que ya no existen y resulta que llevan algo escrito en el dorso que ya no sabemos de qué va. Y como los pueblos que duermen el sueño de los pantanos se cuentan por centenares, lo que reaparece con la seca es toda una geografía fantasmal de topónimos que los cartógrafos hace mucho que han borrado de los mapas.
Lugares como Mediano, en Huesca, que se empezó a sumergir un jueves santo de hace décadas, y del que ha quedado sobresaliendo por encima de las aguas su campanario, como la Excalibur de la leyenda. No hace mucho, aún se podía entrar en la iglesia buceando, hasta que tapiaron la puerta. Lugares como La Isabela de Guadalajara, donde entre los reflejos de agua, se atisba borroso como un sueño lo que fue un palacio de Fernando VII y luego un balneario con sus jardines y sus fuentes ahora redundantes. En la zona de Aguilar de Campoo, por Palencia, el agua esconde una de las mayores concentraciones de iglesias románicas del mundo. En la leridana Tragó de Noguera hay un cine sumergido en el que aún deben estar los rollos de El último cuplé. Y en Peñarrubia, en Málaga, se derribaron todas las casas antes de la inundación, salvo la iglesia, la escuela y el cuartel de la Guardia Civil, como si se hubiese querido conservar para el futuro un bosquejo muy simplificado de la España del siglo XX.
A veces se ha conseguido arrebatarles a los pantanos alguna de sus posesiones: los vecinos de Portomarín se llevaron su iglesia, piedra a piedra, como un juego de bloques de los niños; los de la extremeña Talavera la Vieja, con inesperada devoción pagana, un templo romano; los de Mansilla de la Sierra le arrancaron a las aguas del Najerilla su puente antiguo… Pero es la sequía la que de verdad tiene el poder de resucitar a estos pueblos difuntos. Sucedió hace un lustro, cuando sacó a la luz a San Román de Sau en la provincia de Barcelona, y sus antiguos habitantes, ya ancianos, pudieron pasear asombrados por las calles que habían recorrido en su juventud. Recuerdo que aquel año, yendo yo a Asturias, vi en el embalse Barrios de Luna, desde la autopista, como en un espejismo, más de una docena de pueblos recién salidos de las aguas, como seres mitológicos que se desperezaban al sol. Volví a pasar unos días después y ya no estaban. Había llovido, y en su lugar tan sólo se veía brillar la pupila lacrimosa de los pantanos.
Es posible que cuando la tinta de este artículo esté seca haya empezado a llover ya, porque anunciaban unas gotas para estos días. Ojalá. Hace falta. La lluvia, que tiene la vocación de borrar los recuerdos, irá llenando otra vez los pantanos y haciendo desaparecer de nuevo los pueblos, como por encantamiento; como una sábana blanca y raída que cubre un mueble para enviarlo al desván, a esa encrucijada en la que un camino lleva a la nostalgia y el otro al olvido.
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