Candín… ¡Qué bien me sonó siempre! Es una de esas palabras que asocio a mi idílica infancia. Candín, una aldea de cuento. Para mí las aldeas de cuento siempre tenían un río, y una vegetación verde y frondosa alrededor. Y eran cruce de caminos, y de gentes que iban y venían, sin parar…
Candín, además de río, tenía unas cuantas casas, algunas como ocultas, como devoradas por el paso del tiempo… Y entre todas ellas, a mí, de guaja, me encantaba la de Maruja y Julio. Era imponente y con tanta vida… Como una especie de casa de los espíritus, donde las buenas y rotundas energías brotaban a borbotones.
Era el caserón de los ingenios, de la industria, del movimiento constante, de la luz que no cesaba. ¡Cómo me gustaba! Allí siempre había animación, y es que Maruja y Julio y sus seis hijos - Carmen, Julio, Luis, María, Matilde y José Manuel - eran de esas familias que movían el mundo… Aquel mundo inteligente y capaz, aquel mundo de esfuerzo y honor que habían heredado de sus antepasados.
Maruja, con su aire de artista bohemia, como recién llegada de Montmartre o del corazón de Lisboa, era muy atenta y cariñosa. Y a su lado Julio, siempre tan prudente, con la palabra justa, en el momento justo.
La verdad es que los de Candín eran como una familia de novela, de esas novelas con las que puedes hacer una exitosa serie de televisión. Porque el conjunto coral de sus personalidades daba mucho juego. Y porque la capacidad emocional e intelectual de la directora de aquel conjunto, Maruja Díaz González de Lena, era prodigiosa.
Maruja pasaba de puntillas, con elegancia, sin excesos, sin estridencias y con humildad. Con la firmeza de quien sabe de luchas, de quien sabe guardar secretos y venerar silencios. Con la seriedad de quien ha trabajado toda su vida, no solo para la continuidad de una empresa familiar, sino para construir los sólidos pilares de un proyecto eterno de valores de convivencia.
La verdad es que la gran familia de Electra de Carbayín siempre fue un ejemplo en nuestra casa: de esfuerzo, de austeridad, de capacidad de sufrimiento, de sencillez, de constancia. ¡Cuántas veces escuché a mi padre hablar de Perfecto Díaz! De su inteligencia natural, de su capacidad para emprender, de lo que significaba su aventura empresarial y personal. Cuántas veces sentí la angustia contenida de mi padre por las adversidades de la familia Díaz en los trágicos y tenebrosos episodios de la España de la primera mitad del siglo XX…
Así que Electra de Carbayín y sus casi literarios hacedores han sido parte de la luz que ha alumbrado mi vida hasta hoy. Y siempre en mi corazón la figura de Maruja, que representa para mí la madre con mayúsculas, la mujer renacentista con mayúsculas - como una Da Vinci nacida en El Entrego -, la empresaria con mayúsculas, la esposa con mayúsculas, la amiga con mayúsculas.
El legado de Maruja es intenso, extenso y universal: el de una persona para la que el honor y la lealtad fueron máximas vitales irrenunciables.
Maruja Díaz González de Lena es un diáfano exponente de una generación española que vivió una realidad muy compleja, no exenta de crueldades y maldades varias. En ese contexto, su luminosa personalidad - como una bombilla que no tuviera fin - supo sortear los, a veces, sutiles y silentes meandros de las dificultades de todo tipo.
El otro día, visitando a mi hermano en Carbayín, me enteré de su partida y mi corazón sintió un apagón.
De repente caí en la cuenta de que se deslizaba por los recovecos de mi alma uno de los últimos referentes de una generación ejemplar y resiliente donde las haya.
Maruja Díaz González de Lena encendió una llama inextinguible con su ejemplo, como un mechero de mina, que aportara calidez por los senderos de la eternidad.
Mi querida y dulce Maruja: ¡Eres pura energía inteligente!
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