El PP había preparado un jaque mate que suponía infalible. Para ello contaba con dos diputados de UPN, que habían mentido a su partido y a los periodistas asegurando que apoyarían la reforma laboral. El factor sorpresa era imprescindible para que no hubiera tiempo de reaccionar. Era la tormenta perfecta, porque los socios del Gobierno iban a votar no, en el caso de ERC, para tumbar a la emergente Yolanda Díaz, y en el del PNV, para no dar bazas a Bildu, su competidor en el País Vasco. El tamayazo estaba dispuesto. Los Tamayo y Sáez del 2003 eran los Sayas y Adanero de hoy. Sánchez iba a recibir el golpe de gracia. Pero el diputado Casero se equivocó al votar y la operación perfectamente diseñada se fue a pique. El plan de García Egea, que funcionó en Murcia, había fracasado. El PP entró entonces en una espiral de despropósitos. Primero argumentó que hubo un fallo informático, sin aportar una sola prueba, y aunque Casero se había equivocado cuatro veces en las votaciones. Casado denunció un pucherazo (según la RAE, «fraude electoral que consiste en alterar el resultado del escrutinio de votos»). Teoría de la conspiración y manual del trumpismo a la vez para tapar lo que había sucedido: un montaje con dos tránsfugas desbaratado por un error. Para Casado, ya no solo es ilegítimo el Gobierno, sino también la reforma laboral y, a este paso, el Congreso. Inmerso en una peligrosa espiral de descrédito de las instituciones, un desatado Casado dejó otra pista inquietante de su deriva al pedir una votación masiva en las elecciones de Castilla y León para evitar que acaben «modificando la voluntad popular en los despachos». Y, ojo, está muy reciente el asalto trumpista al Ayuntamiento de Lorca.
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