No se siente cómoda la monarquía en determinados entornos lingüísticos, como si hubiese una resistencia léxica que no decae por mucho que los herederos se casen ahora con periodistas. El 13 de noviembre del 2007, la Casa Real acuñó el histórico «cese temporal de la convivencia» para confirmar la separación de la infanta Elena, en una estrategia de comunicación de cuento de los siete cabritillos en el que el divorcio era la patita del lobo que asomaba por debajo de la puerta, la puntita nada más.
Esa evidencia de que hay palabras que se esquivan en palacio, quizás porque lo que no se nombra no existe, se ha repetido con el bombazo en el cuché de la separación de la hermana del rey, inmersa en un proceso de «interrupción de su relación matrimonial» tan frío como caliente debió ser desayunarse con el padre de su rubia camada paseando de la mano con una muchacha por una playa francesa. Es fácil pensar en Cristina repasando cada centímetro de la foto y sintiendo, quizás, que es mucho más íntimo entrecruzar con un hombre las falanges que deshacerle la cama.
Hay algo enternecedor en esa resistencia lingüística de la familia del rey, como si las palabras fueran el último bastión de una posición que han perdido a base de escándalos mundanos cuyos detalles conviven en la sección rosa con los gazpachos de Belén Esteban. Se aferran al eufemismo con la desesperación de los náufragos y, de paso, nos permiten corroborar que en esa decadencia siguen pensando que hay palabras sucias que las buenas familias no pronuncian jamás. Hace un par de años, la antropóloga inglesa Kate Fox publicó el listado de expresiones que nunca utiliza la familia real inglesa. En Buckingham está prohibido decir pardon, toilet, perfume, tea, lounge, posh y dessert. Y en España, claramente, divorcio.
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