
Una de las modalidades singulares de la fatiga pandémica es la que experimenta la comunidad educativa cuando, cada 15 días si atendemos a la frecuencia reciente, tiene que analizar un nuevo protocolo sobre la aplicación de las medidas sanitarias en el ámbito escolar. Por suerte, al menos, las últimas revisiones apuntan a que se flexibilizan algunos aspectos del régimen de excepción que, por ejemplo, enviaba a casa durante días (más de siete, entre avisos, pruebas y resultados) a los críos por un positivo en la otra esquina del aula, pese a estar perpetuamente enmascarados a partir de los seis años; mientras, por poner un caso de tratamiento discriminatorio, los adultos asistían a un evento multitudinario con decenas de desconocidos en un espacio cerrado.
Bienvenidos sean, por lo tanto, aquellos cambios que persiguen dejar de tratar el ámbito educativo como campo de batalla con reglas más severas que otros espacios. Y es que, en efecto, convivir con una enfermedad extendida es asumir que, sin tener por qué comprar muchas papeletas para que te toque, puedes contagiarte; pero que, con un sistema sanitario robusto, vacunas y medicamentos (esos en cuya compra parece que vamos atrasados, por cierto), probablemente las consecuencias serán limitadas. Mucho menos, en todo caso, que el daño social causado por una perspectiva de restricciones e hipercontrol perpetuos.
Todavía falta, sin embargo, bastante para poner fin a los modos siniestros y para que la degradación de la vida educativa llegue a su fin en esta etapa oscura. Quizá eso suceda cuando toda la sociedad entienda de una vez que los niños no deben pedir perdón por acudir a clase ni porque los colegios mantengan su actividad, con Delta o con Ómicron, con incidencia baja o con ella disparada. Cuando dejemos de pensar que la flexibilidad de los niños les permite asumir cualquier cosa, incluso el maltrato institucional que es exigirles un listón de conducta más elevado que a los adultos.
El momento en que recuperemos el sentido verdadero del derecho fundamental a la educación y se disuelva el resorte mental (reminiscencia de los compases iniciales de la pandemia), de que es prescindible o sustituible por un sucedáneo telemático. El tiempo en que los adultos sean capaces de estar cinco horas inmóviles bajo corriente continua a temperaturas gélidas para darse cuenta de que causar enfermedades para prevenir otras es sencillamente demencial y no sólo «disconfort térmico». El instante en que los sindicatos de profesorado tengan en sus intervenciones una palabra favorable a la educación de los alumnos y no sólo un discurso preventivo que trata a los pupilos como vector de contagio a sus representados (la mayoría de los cuáles, por fortuna, sí están al pie del cañón sin miramientos).
El día en que acudir clase por clase a explicar a críos pequeños lo peligrosos que son para la salud de sus propios seres queridos y conminarles a reprimir la expresión física de sus afectos se considere lo que es: una monstruosidad moral. Llegado ese momento, que no estará cercano mientras vivamos atados a la precaución, podremos empezar a reconstruir verdaderamente el sistema educativo. Hasta entonces, nos queda armarnos de paciencia y esperar que el estilo inquisitorial y represivo con que en esta pandemia se ha tratado a la población infantil no nos pase una factura excesiva colectivamente.
Que la pesadilla de dar explicaciones permanentes o de privarles de la expresión facial detrás de una mascarilla no acabe convirtiéndose en un patrón cultural, marca del «homo covidiensis». Hay una buena cohorte de ellos que, dada la falibilidad de la memoria y las huellas de esta experiencia, ya apenas recuerdan nada de la vida prepandémica y no conocen otra normalidad que, como mucho, la «nueva»; está por ver el impacto social y emocional de todo esto.
Que dentro de un par de décadas no tengamos que, al estilo de La cinta blanca de Haneke, rebuscar en las heridas de este tiempo para encontrar explicaciones a la deshumanización rampante y sus estragos. Que sepan perdonar y comprender a sus mayores por el daño infligido a lomos del miedo. Que superen el legado de empobrecimiento, endeudamiento y sobrevigilancia. Y que, en el camino, los espacios pequeños que vamos reconquistando (por cierto, casi todos privados o gestionados al margen del canal oficial) se ensanchen para que no aprendan sólo «resiliencia» y prevención, sino el ejercicio y disfrute de la libertad. También, y sobre todo, en la escuela.
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