La visión habitual que tenemos de nuestra ciudad es, sobre todo, la de un espacio físico, construido, en el que podemos distinguir edificios, usos del suelo y diferentes barrios y zonas morfológicas. Pero cada individuo siente la urbe a su manera, casi única, y conforma su personal sentido del lugar. Además del barrio propio, ?a todos se nos hacen familiares las diferentes calles o sendas por las que solemos transitar, y en nuestra mente permanecen fijados hitos o lugares que nos sirven de punto de referencia y hacen las veces de borde o límite entre determinadas zonas. Estos lugares pueden ser un edificio, una estatua, una plaza o, como en el caso del artículo que nos ocupa, un parque.
La percepción y el sentido del lugar también se modifican en función de la edad y las vivencias, y son los paisajes y lugares de la infancia, sobre todo si están lejos, aquellos que más se nos han quedado grabados. Lugares que han sido telón de fondo de nuestra vida o incluso un mero lugar habitual de paso y por los que sentimos eso que se ha dado en denominar topofilia. Uno de ellos es el parque del Campillín, que ocupó un lugar fundamental en aquellas infancias ovetenses de los años 80.
Se trata de un parque que existe «por casualidad». Para las personas de mi generación, aquellas nacidas en los años 70 del siglo XX, el Campillín siempre ha sido lo que es actualmente, llámese parque o jardín. Pero, durante muchos años, la zona estuvo ocupada por los edificios de un pequeño y humilde barrio. Hasta que llegó la Guerra Civil y fue reducido a escombros por los combates. Tras la contienda, el planeamiento oficial optó inicialmente por la reurbanización con viviendas pero, por diversas circunstancias, el lugar permaneció prácticamente igual, abandonado, hasta finales de los años 60 del siglo XX. Fue en ese momento, en el marco de la remodelación del barrio de Santo Domingo (uno de los más devastados por la guerra) cuando se decidió, finalmente, su construcción. Probablemente, por la dificultad de utilizar el inclinado terreno para cualquier otro aprovechamiento urbanístico.
El origen de la manzana que ocupa el Campillín y su forma de triángulo rectángulo proviene de la bifurcación de la antigua carretera de Castilla, que entraba a Oviedo por el sur de la ciudad. El camino se divide en dos para adaptarse a la topografía inclinada justo en el vértice sur del parque actual, a la altura del cruce con las calles San Roque y Fernando Alonso. El trazado superior, que formaría la hipotenusa del triángulo, recorre hacia el norte y luego hacia el noroeste la curva de nivel de la actual calle Arzobispo Guisasola y llega a la antigua zona de la Puerta Nueva (ya en el cruce con la calle Campomanes), desde donde ya se puede enfilar la calle Magdalena hacia la ciudad antigua. De hecho, históricamente era la zona de entrada de los peregrinos que visitaban la Catedral. La senda inferior desciende, siempre en dirección norte, hacia la zona del convento de Santo Domingo por lo que ahora es la calle Padre Suárez, y se prolonga más allá del Campillín hasta la zona del Postigo. El desnivel entre los dos caminos se puede apreciar linealmente en Marqués de Gastañaga, la tercera calle que delimita el triángulo, de orientación este-oeste y considerable pendiente, sobre todo en su complejo entronque en la zona superior con Arzobispo Guisasola y Campomanes.
El parque, tipo jardín inglés, ocupa la ladera del interior del triángulo y se adapta a distintos niveles topográficos que pueden recorrerse a través de varias sendas, la mayoría en la dirección de las curvas de nivel. Posee también una especie de plaza principal asfaltada, de forma semicircular, y varias zonas con bancos, incluso algún tramo de escalera para acceder o atajar. Tanto la elevación como las diferentes estancias lo convertían en un lugar difícil de abarcar globalmente para una mirada infantil. El predominio de las formas curvas y el trazado de las sendas se explican en parte porque algunas son herederas de los caminos que el tránsito de la gente había ido marcando, con el paso de los años, en el solar destruido. Otra característica del Campillín es el pavimento, muy presente en algunas zonas, y los soportes y almohadillados de piedra rugosa, capaces de devorar los pantalones infantiles y sus rodilleras.
Aunque el parque ocupa una amplia extensión, las vivencias de quien escribe estas líneas están marcadas, sobre todo, por las zonas del parque orientadas hacia la manzana del colegio de los Dominicos y la calle Marqués de Gastañaga, lugares de paso habitual. El Campillín estaba presente, por ejemplo, en momentos aburridos durante las clases en los que podías entretenerte observando desde las ventanas del aulario los cambios en la vegetación del parque con las estaciones. Mi favorito era ese momento de la primavera en el que el verde del césped se mezclaba con el punteado blanco de las margaritas.
Un clásico de la zona era el colegio Hispania, «enemigo» de los Dominicos y cuyos alumnos más de una vez nos enzarzamos en alguna pelea dentro del parque, que hacía las veces de territorio neutral. El Hispania ocupaba el palacio del Marqués de Gastañaga, situado en la calle del mismo nombre y cerrado por una verja. Con el original ya desaparecido, el sucedáneo que ocupa hoy su lugar, ya sin la verja ni la escalinata de entrada, ha perdido su antiguo encanto.
En esa misma calle había varios locales emblemáticos. Como una pequeña zapatería, ya desaparecida, que regentaba el padre de un compañero de colegio y que estaba situada un poco más abajo del Hispania. Aún recuerdo el delicioso olor a cola y goma del local. O la tintorería Santo Domingo, que aún perdura. Pero mis dos locales favoritos de Gastañaga eran el quiosco de Amalita y el bazar Gama. Ambos estaban situados en la parte inferior de la calle, más allá de las transversales Carpio y Oscura, en la manzana que hace esquina con Padre Suárez.
El quiosco de Amalita era un pequeño local con puerta y marcos de madera pintados de aquella en color verde. Tenía un escaparate bastante desordenado sobre el que podía leerse «PRENSA-REVISTAS», en letras mayúsculas. El recuerdo que tengo de Amalita es verla con su bata azul y sus gafas de leer colgando del cuello, y rodeada de una inmensidad de revistas y publicaciones en el pequeño local. Un niño podía encontrar allí cualquier tebeo y siempre te dejaba consultarlos. Los tenía en varios montones, aquí y allá, y solía entretenerme un rato revisándolos, tanto los de la mítica colección «Olé» de Bruguera como, cuando ya me hice un poco más mayor, los cómics «Fórum», edición española de las historietas de superhéroes Marvel, que ya estuvieron de moda mucho antes de las películas.
Al lado del quiosco, con triple escaparate y fachada tanto hacia el Campillín como hacia la calle Padre Suárez, estaba el bazar Gama. Lo llamo bazar porque se me hace difícil definir el establecimiento, dado lo variado de su oferta. Sus cristaleras eran más altas que la de Amalita y su diseño estaba algo más cuidado. Recuerdo la fachada con colores vivos, tonos celestes y granates, y multitud de cachivaches electrónicos expuestos: relojes, juguetes, walkie-talkies, robots... El local también permanece y, aunque casi borrados, pueden identificarse los textos de los rótulos originales en las bandas situadas en la parte superior de cada escaparate, siempre en mayúsculas: JUGUETES y LIBRERÍA, respectivamente, en los dos que dan a Gastañaga; y GAMA, en la fachada que forma chaflán con la calle Padre Suárez. Al nombre le acompañaban dos estrellas de David, una a cada lado, que informaban de la religión de su propietario. En el interior del local tenía a la vista alguna foto de su amplia descendencia, incluso alguna vez podías ser atendido por alguno de sus hijos mayores. En Gama muchos compramos nuestro primer reloj digital y algún que otro regalo.
En la zona de Gastañaga el Campillín era un parque de dos caras: luminosa y agradable de día y oscura e insana de noche. Durante el día, muchos de los bancos solían estar ocupados por diferentes grupos de jubilados y había uno de ellos que, en aquellas infancias ovetenses, nos llamaba mucho la atención: se trataba de un hombre al que un amigo mío llamaba 'Flip' por la sencilla e infantil razón de que llevaba un sombrero como el del saltamontes de los dibujos animados de la Abeja Maya. Nuestro 'Flip' particular, cuya figura no se asemejaba en absoluto a la esbelta silueta del amigo de Maya, no tenía muy buen humor ni paciencia con los niños y siempre intentaba golpear con el bastón las ruedas de las bicicletas cuando pasaban cerca suya.
La otra cara del Campillín la ofrecía durante la noche. El entorno del Hispania y la desembocadura en Gastañaga de las calles Carpio y Oscura era una zona de tráfico de droga y prostitución, y el ambiente no era demasiado recomendable. Muchas noches de verano, después de cenar, solíamos acudir al parque a pasear a una perra que teníamos y ocupábamos uno de los mismos bancos en los que «Flip» se sentaba durante el día. Allí solíamos juntarnos con más gente y charlar e, incluso, observar las pocas estrellas que la contaminación lumínica permitía distinguir. Recuerdo dos propietarios de perros bastante peculiares: uno de ellos, de tez rosada y alto y voluminoso, contaba que había engordado decenas de kilos para eludir el servicio militar; el otro, de pelo liso largo y cuidado, tipo Ruiz Cobos, y un acusado amaneramiento al expresarse, solía llamar a su perra con una entonación que provocaba la hilaridad de los presentes. Desde allí, en la zona un poco más elevada del parque, solíamos observar el ambiente nocturno, y más de una vez estuvimos a punto de tener un incidente porque la perra tenía bastante olfato para los trapicheos y solía ladrar a quien consideraba sospechoso. Y eso era lo que más abundaba por allí a esas horas.
Tras la infancia, aunque el sentido del lugar fue cambiando, el Campillín siguió siendo escenario vital durante la adolescencia y juventud. Bien como lugar discreto para botelladas (que no botellones) o también como escenario de algún amor fugaz, incluso sirvió de marco para la exaltación de la amistad en llamadas de madrugada desde la cabina telefónica que había a pocos metros de Gama y Amalita.
Posteriormente, la vida me llevó lejos de Oviedo y del parque y, aunque ya no lo visito tanto, el Campillín sigue allí, en esencia igual que en los años 80. Los árboles han crecido y la vegetación puede haber cambiado, pero las sendas y los muros de piedra rugosa son los mismos. Y, salvo que las recientes obras de rehabilitación en los pisos superiores de la manzana les afecten, aún pueden verse enfrente del parque los locales de Amalita y Gama cerrados, como otros tantos locales en otras tantas calles y ciudades, fruto de las sucesivas crisis neoliberales.
Pero, crisis y transformaciones urbanas aparte, el Campillín y su entorno siguen y seguirán despertando el sentido del lugar y ejerciendo de hito y punto de referencia para todos los habitantes -presentes, pasados y futuros- del barrio de Santo Domingo.
Emilio J. Cepeda García (Oviedo, 1975) es Geógrafo, Profesor Tutor de Geografía y Responsable de Extensión Universitaria en el Centro Asociado de la UNED en Tudela (Navarra).
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