A finales de los 70 en La Calzada había una pintada singularmente subversiva: «Alejandro esquirol». Concentrar la atención en un individuo que no tiene el control de una situación tiene algo de amenaza. La gente con actitud dominante habla señalando con el dedo a su interlocutor, o dando golpecitos enérgicos en la mesa invadiendo su pequeño territorio. Así se intensifica la atención sobre quien no tiene el control para presionarlo, como lo de Alejandro esquirol, pero de bolsillo. Ahora aparecen carteles con fondo verde y con fotos y nombres de personas a las que se señala. La ultraderecha llena los espacios públicos de dedos señalando, pero a otra escala. Los carteles que señalan e incitan no son una amenaza de bolsillo. Es pequeña, pero no por ser una reducción de algo mayor, sino por ser el embrión de algo mayor y más grave. No siempre fueron así las cosas. Los últimos setenta no eran lo posterior a una guerra, sino a una dictadura. La palabra «libertad», que ahora gritan contra la justicia social, de aquella se gritaba contra la dictadura. La derecha, toda ella, salía de las entrañas de la dictadura y lo hacía con los zapatos quitados para no hacer ruido y que pareciera que siempre habían estado fuera de ella. Qué iban a hacer. La izquierda quería resuello y respirar el aire de la nación y la nación quería libertad sin ira. Había tareas colectivas imperiosas: homologación con las democracias vecinas, entrada en Europa, evitar la ruina económica, evitar cuarteladas militares. Se hizo una constitución parecida a la de los países a los que queríamos parecernos. Tres años después, entraron en el Congreso algunos militares para revocarla, dispararon sus armas hacia arriba con gran estruendo, los diputados comprensiblemente se echaron al suelo bajo las mesas y Suárez y Carrillo permanecieron sentados sin inmutarse. No importa lo que pensemos de uno y otro personaje, lo que importa es lo que simbolizaban allí quietos mientras las armas rugían. La senda que había llevado a la Constitución había hecho efecto. Suárez era todavía y solo por aquella tarde el Presidente y dio una señal muy legible de que el Presidente de un país con constitución no dejaba el timón ante aventureros. Carrillo había sido perseguido hasta hacía poco y dio una señal también legible de un tipo amargo de resignación, según el cual lo que tuviera que pasar en España no merecía la pena si no era en paz.
Me decía en su día un vicerrector que, cuando una facultad propone un plan de estudios con muchas optativas, es que hay que contentar a muchos profesores. La Constitución, supongo que como todas, tiene que contentar a muchos. Cada loco debe ver en ella el párrafo que le da la razón. Quien no tiene más que ofrecer que la reiteración del nombre de España y banderas nacionales en los balcones tiene el párrafo de la unidad indisoluble de la patria. Quien quiere más impuestos para las rentas más altas tiene el párrafo de la subordinación de toda la riqueza pública y privada al interés general. Quien suspira por políticas ecologistas también tiene los artículos con nuestro derecho a respirar aire limpio. Al creyente de los hechos diferenciales se le dio lo de nacionalidades dentro del estado. Es normal, las constituciones y los planes de estudio son así. La Constitución se puede tergiversar igual que el significado de las palabras: sin mentir, diciendo algo verdadero que es solo una parte de la verdad y olvidando otra parte de la verdad. Se llama falacia de la definición. Capaldi la ejemplificaba con unas palabras de Daniel Ortega en las que decía que democracia era alfabetización, reforma agraria, educación y salud pública. No mentía, todo eso es democracia. Pero también prensa libre, separación de poderes, libertad de expresión y pluralidad política. Se llama falacia porque es una forma de falsear el verdadero significado de las palabras. Una rueda no es la síntesis de un coche y ni siquiera se le parece. Monarquía y patria indisoluble, como cada rueda de un coche, es un trozo de la Constitución pero no la sintetiza y ni siquiera se le parece. La Constitución, como las optativas de un plan de estudios, contenta a muchos y, añadiendo la falacia de la definición, da materiales para que los menos escrupulosos proclamen que ellos son la Constitución.
Todo esto es inevitable, pero lo cierto es que la Constitución en su conjunto era algo que los golpistas del 23 F querían derribar porque, a pesar de los culebreos y rarezas que hay que asumir para contentar a muchos, dibujaba un ecosistema político tolerante y razonablemente libre. El buqué que dejaba era que, de aquella disyuntiva que cantaba Víctor Manuel de que aquí cabemos todos o no cabe ni Dios, se optaba por la primera. En la campaña que llevó al PSOE a la victoria, Fraga se reclamaba como el equivalente del Partido Conservador británico. Hacía eso porque la derecha tenía que proclamar su condición democrática y ponerla en negrita, siendo como era de raíz franquista y teniendo por líder a un antiguo ministro de Franco. Fue bueno que la derecha exigiera reconocimiento democrático. Aznar llamaría «complejos» a todo eso, seguramente con algo de razón. Proclamó que la derecha no tenía que acomplejarse de ser derecha e inauguró el estilo de máxima desfiguración del rival y de hacer de todos los enemigos, así sean etarras o socialistas, el mismo enemigo. La crispación, la hipérbole y el desquiciamiento no hicieron más que crecer.
Ya no hubo opción de reconsiderar la Constitución de buena fe. El desarreglo territorial o la Jefatura del Estado, entre otros, claman por cambios y puestas al día. Lo que está a la izquierda del PSOE y lo que está a la derecha del PP quieren cambiarla, pero no de la misma manera. Los primeros quieren intensificarla, salvo en la Monarquía. Los segundos, salvo la parte de la afirmación nacional, quieren vaciarla hasta donde no necesitaran derrocar a los golpistas del 23 F. En la disyuntiva de la canción de Víctor Manuel, ellos vuelven a fantasear con fusilar a veintiséis millones de hijos de puta. La Constitución no solo está desfasada jurídicamente, sino también con el ambiente político. Es una reliquia de un pasado que poco a poco hay que considerar como un pasado mejor. En estos tiempos, la extrema derecha asoma con distintos sabores en toda Europa con la consiguiente corrosión de la convivencia. Las derechas se van de las constituciones al monte ultra. En Alemania ganó el socialdemócrata Scholz porque era lo que más se parecía a la democristiana de otro tiempo Merkel. El partido de Merkel ya se está yendo de ese espacio. En España el espacio constitucional, motejado como progre por los ultras, cada vez está más despoblado por la parte derecha, por mucho que repitan el nombre de la Constitución en la propaganda. Los ciudadanos cada vez se reconocen menos en los partidos políticos y en los sindicatos, por lo que su percepción de la política es cada vez más emocional, sesgada y ligada al momento, con poca memoria y con poca previsión. El ambiente se acerca al buscado por el populismo de extrema derecha.
La Constitución es una figura emérita en el buen y mal sentido. Se es emérito por tener merecimientos, y la Constitución los tiene. Pero se es emérito por no tener ya las funciones y la Constitución, y no por culpa suya, cada vez las ejerce menos, como nos está recordando el circo de la renovación de los órganos judiciales y tantas otras cosas. En latín emeritus se aplicaba a lo que estaba terminado y agotado. Emeritus cursus era la carrera ya acabada. El agotamiento de la Constitución no consiste en que esté mal hecha. Lo que está agotado en los usos políticos es el constitucionalismo, eso que los ultras llaman consenso progre y hasta dictadura progre. No es solo en España, es un mal viento internacional bien financiado. Los aniversarios constitucionales tendrán que señalar ese mal viento en los modos y usos políticos, como alguien señaló a aquel Alejandro de la Calzada. Hay que presionar contra ese mal viento porque querrá democracia y libertad, pero las querrá eméritas, querrá que se tomen su merecida jubilación y dejen el timón a nuevas formas autoritarias.
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