
Entre todas las minorías posibles e imposibles, ninguna respeto y aprecio tanto como a los ornitólogos. Pese a la diversidad de la especie, el prototipo es un ser inofensivo y sombrío que a los cincuenta años vive con sus padres y duerme en la cama nido de la infancia. Para ser felices sólo necesitan una Kangoo, un saco de dormir, dos docenas de latas de sardinas y cuarenta euros para gastos en quince días de madrugones por lagunas perdidas y secarrales. El único lujo que valoran son las ópticas de prismáticos y telescopios. Son capaces de recorrer mil kilómetros para ver un piquero patirrojo avistado en la costa de Málaga, pese a la elevada probabilidad de no encontrarlo ya cuando lleguen. Ninguna pasión es vivida con tanta intensidad y poca afectación. No buscan reconocimiento social, sólo compiten en el cerrado y sofisticado mundo de sus iguales.
La llegada de dos búhos nivales a nuestra costa ha provocado un revuelo sin precedentes entre los ornitólogos asturianos. Hace unos días fui a ver a la hembra y allí estaban, mirando, incrédulos y emocionados, al pájaro mítico en el jardín de su propia casa, el Cabo Peñas. Entre la masa no faltaban los fotógrafos de naturaleza aficionados, la nueva lacra surgida con la proliferación de los teleobjetivos y las redes sociales. Más cerca del cazador que del ornitólogo, visten y hablan como si fueran a asaltar el Capitolio o un hospital de Aleppo. Como todo lo malo, están en expansión y son ruidosos. Su único objetivo es acercarse un poco más para masacrar a fotos a un animal del que lo ignoran casi todo, en busca del fotón definitivo para Instagram o la revista del colegio de los hijos.
La hembra de búho nival siguió varios días por el Cabo Peñas, indiferente a la romería que se montaba cada tarde en el brezal para fotografiarla. El macho también anduvo por allí los primeros días, pero acabó instalándose en el Dique Torres, en el puerto de Gijón, a salvo de los fotógrafos tras las vallas y la policía portuaria. Al escribir esto, hace unos días que nadie ve a los búhos. Pueden seguir por aquí en otro lugar o haber regresado definitivamente al norte.
Cuando en 1951 apareció una foca en la ría de Avilés, coincidiendo con el inicio de las obras de Ensidesa, se celebró como un presagio del progreso industrial venidero. También llegó gente de todas partes para verla, y todavía hoy la recuerda una estatua en el parque del Muelle, al lado de la de Pedro Menéndez. Me gustaría pensar que estos búhos también recorrieron miles de kilómetros para anunciar la prosperidad. Pero haber elegido un lugar con la carga simbólica de fracaso del Dique Torres, no parece el mejor de los augurios. Tiene su punto que aquel proyecto clave para el futuro de Asturias sea hoy un erial tan desolado como para recordarle a un búho nival la tundra invernal de Groenlandia.
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