Hay expertos que nos ubican entre 1958 y 1977, año arriba, año abajo. En esas décadas llegaron a parirse más de 700.000 criaturas al año en España. Somos los baby boomers, culpables de nacer. Hacia finales de los años ochenta, los nacimientos bajaron a casi la mitad: unos 400.000 cada doce meses.
No saben qué hacer con nosotros, que somos legión. Los expertos sitúan el ejercicio crítico en el 2030, cuando empecemos a jubilarnos, si nos dejan. Y eso que para nosotros, en teoría, se creó la hucha de las pensiones, que llegó a tener 68.000 millones en la caja fuerte. Ahora apenas quedan más de 2.000 millones. Es fácil predecir el desastre. El ministro Escrivá quiere subir las cotizaciones para contener el océano con una cucharilla. Las cuentas no salen. Son solo cuentos de políticos desesperados ante una calculadora que simplemente va a explotar.
Hablan también de retrasarnos la edad de jubilación para que la marabunta de baby boomers que peinamos canas no arrasemos con el Sistema, el mismo que hemos sostenido con esfuerzo todas estas décadas. No quieren que nos jubilemos. Hemos visto cómo nuestros abuelos, primero; nuestros padres, después; vivieron, a pesar de los vaivenes, años y años de jubilación, que ahora nos están alejando de la boca, cuando estamos llegando a la meta. La etimología de jubilar es preciosa. Jubilar viene del latín iubilare: gritar de alegría. Pues nos toca gritar de dolor.
Aunque hermanos, entre esos veinte años hay personas muy distintas. Los de los cincuenta y los sesenta hemos vivido seis crisis. Dos de ellas, siendo niños, se las comieron nuestros padres. Las crisis del petróleo del 73 y del 79. Las demás ya las conocimos de cerca. La crisis industrial del 85; la crisis del 93, tras el éxtasis de la Expo y los Juegos Olímpicos, por el estallido de la burbuja inmobiliaria; la financiera del 2008, que se prolongó con saña hasta el 2014; y la reciente del covid, que definitivamente puso el planeta patas arriba.
Después de todo lo vivido, nos quieren pedir más y más, al tiempo que enterramos a nuestros padres en silencio y asistimos al lamentable espectáculo de cómo nuestros hijos debutan en sus trabajos, los que lo consiguen, con unas expectativas de progreso mínimas, muy lejos de las que pudimos alcanzar nosotros, tiempo atrás.
Nos comprimen por arriba, moviéndonos el horizonte, y por abajo, obligándonos a completar los salarios ridículos de nuestros chavales en una sociedad en la que las empresas no buscan personas, solo quieren perfiles. Somos más de nueve millones de baby boomers cotizantes, pero, en vez de tener la sartén por el mango, estamos quemados en el medio de la sartén. Pasamos de los discos al Spotify, nos adaptamos a casi todo, pero no sabemos si seremos capaces de vivir sin soñar con los viajes del Imserso a Benidorm.
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