«No debemos seguir en un edificio cuya reforma se está investigando esta misma semana en los tribunales». Han pasado ya nueve meses, todo un parto, desde que el líder del PP, Pablo Casado, hizo esta solemne declaración. Pero, que se sepa, sigue acudiendo todos los días a su despacho en la histórica sede nacional de la formación. Lo absurdo y precipitado de aquella declaración, con la que Casado pretendía dar por superados todos los problemas que sufre como consecuencia del pasado de su partido -como si los delitos los cometieran los inmuebles y no las personas- queda de manifiesto con la sentencia que condena al extesorero del PP, Luis Bárcenas, por pagar en dinero negro las obras de reforma del edificio de la calle Génova, y al partido como responsable civil subsidiario. Si solo por el hecho de que la Justicia estuviera investigando esos hechos tenían que salir pitando de su sede, ¿qué tendrían que hacer ahora? ¿Abandonar Madrid y trasladar la dirección nacional a Toledo?
El PP lleva demasiado tiempo aplazando lo inevitable. Solo caben dos opciones. Una, que Casado o algún dirigente actual tuvieran algo que ver con los hechos por los que el partido ha sido condenado ya dos veces, en cuyo caso solo cabría su dimisión inmediata. Otra, que ninguno de los miembros de la actual cúpula supiera que existía una caja B con la que se pagaban, entre otras cosas, las obras de reforma de la sede nacional, en cuyo caso lo que toca desde hace mucho tiempo, pero especialmente desde ayer, es una condena clara y rotunda de esos hechos, que están ya probados. Lo demás es retórica y silencio atronador. Lo que Casado no puede pretender es dar por zanjado este caso -y todos los que quedan por llegar desde los juzgados - por el método pueril de manifestar que no volverá a hablar de nada que tenga que ver con los casos de corrupción que afectan a su partido. Quien aspira a presidir el Gobierno de España no puede dejar ni una sombra de sospecha de que es rehén o deudor de nadie.
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