En el 2018, la Comisión Europea propuso suprimir el cambio estacional de hora de modo casi inmediato. El Parlamento Europeo la siguió ciegamente. Pero la última pata decisoria, la de los Gobiernos de los países que deben aplicar la medida (que forman el llamado Consejo de la UE), echa el freno, al darse de bruces con la realidad: ni se había valorado la fragmentación en el espacio europeo, ni se habían estimado las consecuencias de quedarse con el horario de invierno o de verano todo el año. Por ejemplo: de quedar con horario de invierno todo el año, en verano en Italia estaría amaneciendo a las cuatro de la madrugada en el Adriático; en Berlín a las 3.30; en Cataluña, entre las cinco y las seis de la mañana durante cuatro meses.
Abundan los estudios cronobiológicos que nos hablan de desarreglos puntuales en los días en que hacemos el cambio, pero nada se dice de los riesgos de estar en verano con el horario de invierno (o viceversa), ya que nos estamos salvando de ellos gracias al cambio de hora. Para estimarlos, una investigación reciente acaba de comparar los horarios de sueño y trabajo del Reino Unido y Alemania. Los británicos llevan haciendo el cambio de hora desde hace un siglo; los alemanes dejaron de hacerlo desde los años 40 hasta 1980. El resultado: los británicos inician su actividad alineados con el amanecer invernal, mientras que los alemanes tienen un desfase de casi media hora. El cambio de hora sirve para aproximar nuestro reloj al ritmo solar, así que podría ocurrir que los alemanes hayan pagado el precio de esas cuatro décadas de desalineamiento.
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