A mí el premio Planeta se me parece al Miércoles de Ceniza: una vez al año se nos recuerda que somos polvo, etcétera. El pasado año había cumplido 69, y para celebrar tan pornográfica cifra los editores se han venido arriba y han subido la dotación a un millón de euros. Han pensado: para obscenos, nosotros. Hubo tiempos en que este premio lo ganaban gentes desconocidas o que todavía andaban asomando la nariz entre las cortinas del Parnaso, donde ya vivían regodeándose de su genialidad los escritores consagrados, con sus coronas de laurel y sus cráteras de vino espeso y rojo como la sangre. El Planeta es la hoguera de las vanidades -Allí se estira y arde en la más alta hoguera...-. Se ha contado mil veces que en los años sesenta José Manuel Lara, cuando iba a Madrid, se pasaba por el café Gijón con un fajo de billetes en el bolsillo para comprar autores. No sé si será verdad, pero, si lo es, solo por eso merece el lugar que a lo mejor ya ocupa entre los laureados que han pasado a mejor vida (aunque a veces uno piensa que mejor, imposible). Pero el Planeta, el premio literario mejor pagado del mundo, es también un juego cruel, porque, mientras adora a la «santísima trinidad», va dejando una estela de cadáveres. Este año 652 exactamente, los que se han presentado haciendo de comparsas. Porque, como decía una conocida poeta de los ochenta, una vez abierta la plica, el ganador ha resultado ser... ¡mi cuñado José María! Por eso yo, cuando lo veo en los telediarios, tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos.
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