Existe una creencia muy extendida según la cual las fronteras son «rayas» arbitrarias trazadas en el mapa por burócratas. Aunque pueda ser así en algún caso pintoresco, lo cierto es que casi siempre son el reflejo inevitable de una realidad política o económica. El asunto del protocolo irlandés es una demostración de libro de esta ley no escrita. Para resolver un problema político (evitar una «frontera dura» entre las dos Irlandas que pudiese, quizás, reavivar el conflicto sectario) se articuló una solución contra natura: dejar abierta esa frontera y establecer controles fronterizos entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte para evitar que Londres se aproveche de las ventajas del mercado único europeo. No podía funcionar y no ha funcionado. La frontera entre las dos Irlandas puede tener mucho valor sentimental y político, pero económicamente es poco importante. En cambio, Irlanda del Norte se nutre de lo que le llega de Gran Bretaña, y al establecer una frontera entre ellas el comercio se ve obstaculizado y los precios se disparan. Es decir, la frontera cumple exactamente la función que se supone que debe cumplir una frontera comercial. Y ni siquiera está claro que esto esté ayudando a desinflamar las tensiones sectarias, sino todo lo contrario, porque a cada uno de los dos bandos, como era fácil de suponer, la crisis de abastecimiento le confirma en sus objetivos políticos: para los unionistas es la demostración de que el Úlster es una parte inseparable de Gran Bretaña; para los republicanos, que la única solución es la reunificación de Irlanda. La eterna tragedia irlandesa es que ambos tienen razón, pero no pueden tenerla al mismo tiempo.
El tono civilizado de las conversaciones entre Bruselas y Londres muestra que los dos son conscientes de que el protocolo irlandés fue un error: quizás necesario para desatascar las negociaciones del brexit, pero insostenible en el tiempo. De momento, la UE está ofreciendo aligerar la burocracia fronteriza. Es una concesión a la República de Irlanda, desesperada por mantener la frontera entre las dos Irlandas abierta. Pero la lógica de estas cosas hace pensar que esto no funcionará más que como un parche provisional y que al final el protocolo irlandés acabará siendo liquidado a medio plazo. Sin duda, esto tendrá consecuencias, y no muy buenas, en el debate político irlandés; pero también las tendrá si el protocolo permanece, porque la población está dividida prácticamente por la mitad en este asunto: un 47 % está a favor de mantenerlo y un 48 % es contrario. Una mayoría clara estaría de acuerdo en mantenerlo con ajustes, pero esto es un espejismo, porque cada uno piensa en los ajustes que le gustarían, y que son incompatibles unos con otros. Al final, el protocolo no hace sino reflejar la divisoria sectaria, como no podía ser de otro modo. Porque con estas fronteras ideológicas pasa lo mismo que con las económicas: uno puede intentar moverlas de sitio artificialmente, pero al final vuelven a colocarse donde les corresponde, para bien o para mal.
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