A los enamorados les gusta que el cortejo sea privado. La atracción, el gustarse y el acercamiento se manifiestan en conductas infantilizadas, provocaciones simuladas, amagos de risas, ademanes empalagosos sostenidos y gestos sobreactuados algo bobos. Solemos dedicar burlas menores al amigo que pillamos en esos trances, porque desde fuera todo parece una sarta de melindres inmaduros. Y no digamos la disolución completa ante el bebé, con esos labios alargados y esas onomatopeyas chillonas en que desaguamos cualquier resto de juicio y compostura. Intentamos no hacerlo en público, la gente suele preferir la privacidad para sus dulces arrobamientos ñoños. Es una pena que los sedicentes amores a la nación (la que sea) no sigan el mismo patrón y a la gente le guste escenificar con la mayor publicidad sus embelesos patrióticos. Porque esos pechos henchidos de siglos de honra racial, esas miradas extraviadas en horizontes nacionales, esos arrebatos rojigualdos, todo eso que se quiere hacer pasar por orgullo de nación, son lo bastante circenses como para que pudieran ser engullidos por el pudor. Entiéndaseme bien, una cosa es el cariño y apego que uno siente por su familia, y otra llenar la casa de heráldicas y blasones del apellido familiar y repetir en la comida de Navidad las genealogías y noblezas del nombre que nos honra. El cariño y hasta la afectación cursi están bien, pero en esto de las naciones o del equipo de fútbol del alma también estaría bien distinguir cuándo empieza la chorrada.
El 12 de octubre rebosa chorradas. Podría ser una celebración simbólica como cualquier otra con la que damos forma al tiempo y renovamos nuestra condición de comunidad. Se pilló a Rajoy, siendo Presidente, refiriéndose a los actos de la Hispanidad como «el coñazo ese» que iba a tener que aguantar el día siguiente. Ese comentario no lo hizo mal español, sino persona normal que vive la celebración sin chorradas. Pero hay algo más que horterada en todo este nacionalismo sobreactuado que alcanza su clímax en el desfile militar del 12.
Empezando por lo epidérmico, parece que quieren darle vueltas al asunto de la colonización de América, unos pidiendo perdón y otros proclamando su orgullo. El anacronismo es una versión de la mezcla de churras con merinas y de la entrada de un elefante en una cacharrería. Si todo lo que se nos ocurre de la Constitución de 1812 es que es machista, o nos parece que los romanos debían de ser lelos porque no tenían ni electricidad y eran una sociedad criminal porque tenían esclavos, estamos cometiendo el pecado intelectual del anacronismo. No es que los hechos sean falsos. La tontuna consiste en no contextualizar ni tener más referencia de análisis que el ombligo. Aunque es peor el anacronismo inverso. Veamos. Interiorizar la colonización española de América desde las categorías políticas y culturales actuales es un anacronismo evidente. No veo qué sentido político o moral tiene exigir o pedir perdón por todo aquello, ni están los perjudicados que podrían absolver la culpa ni están los culpables, de los que ya no somos ni parientes. Sí hay un aspecto relevante de la petición de perdón: el reconocimiento de que los hechos causaron daño y fueron injustos. Fueron injustos los hechos que acompañaron al proceso de colonización. Es tan relevante esto que la ONU desde su fundación inició un complejo proceso de descolonización planetaria. No los malos españoles, las naciones de la Tierra adoptaron el consenso internacional de que los procesos coloniales fueron episodios violentos de dominación, tan injustos como la esclavitud. España tiene suscritos todos los acuerdos internacionales que desarrollan este principio. Esa parte de la petición de perdón que consiste en reconocer el daño y la injusticia está cumplida de la mejor manera posible: siendo parte del consenso internacional por el que se determina la injusticia del colonialismo. Todas las valoraciones añadidas caen en el anacronismo.
Pero decíamos que peor es el anacronismo inverso. Mal está proyectar las categorías actuales sobre otras épocas, pero peor es traer antiguallas de otras épocas al mundo moderno. Si alguien pretende incorporar la grandeza de Roma volviendo a la esclavitud o alguien pretende sacar de la progresista Constitución de 1812 la enseñanza de que prohibir el voto femenino es progresista en 2021, estamos haciendo algo peor que el anacronismo. Estamos desperdiciando todo lo que progresamos y aprendimos sobre la convivencia y la justicia, como desperdiciaríamos los avances técnicos si nos empeñásemos en abandonar la electricidad para recuperar la grandeza romana. Este pecado superior del anacronismo inverso es el que cometen los que proclaman su orgullo patrio por la gesta de la colonización. Pedir perdón es un acto huero y no se le puede dar sentido más que desde un anacronismo simplón. Pero proclamar orgullo es reaccionario y solo se puede envolver en mentiras y olvidos. Algunos notables de España llevan varias semanas conquistando México con declaraciones que aúnan la chorrada nacionalista con la mala baba reaccionaria. Enseguida estrenará Nacho Cano su Malinche y nos contará cómo la colonización fue un acto de hermanamiento que fundó una raza y una nación. Con Toni Cantó a cargo del idioma y Nacho Cano a cargo de la historia, ¿qué puede salir mal?
Pero decíamos que esto es lo epidérmico. Nacionalismos y fogosidades religiosas suelen ser el envoltorio emocional con el que se hacen compulsivos otros intereses. La democracia española está siendo atacada como se ataca ahora a las democracias. No se derrocan por las armas. Se corroen sus fundamentos desde dentro manteniendo la fachada del edificio. No miren a Venezuela, aquello no va con nosotros. Miren a Hungría, que de eso va la cosa. El nacionalismo es solo simbólico. La extrema derecha actual es ultraliberal, que no esperen los comercios protección ante las multinacionales extranjeras. No son patriotas, son la expresión más brutal y sectaria de los intereses de los ricos. La corrosión de la democracia y el avance en la desigualdad y la desprotección tienen que estar enmascaradas en un supuesto momento de urgencia, que es definitorio de todos los nacionalismos. Todos predican un pasado idealizado y falseado y todos predican un momento inminente de peligro máximo o de gloria en ciernes. Siempre es un momento de excepción, de todo o nada, de enemigos que acechan, de patriotas o traidores. Afincan su despropósito en tradiciones debidamente manipuladas para naturalizar su sectarismo en el ser y genio de la raza (¡pues no está Vox anunciándose como defensora del Desarme ovetense! Dirán que es suya cada cucharada de garbanzos con espinacas y bacalao y cada bocado de callos, qué gilipollas). Adoran al ejército, pero no por lo que es en sí. Adoran las situaciones críticas para las que está concebido. Adorar al ejército es su manera de llevarnos a esas situaciones críticas. Se trata de distraer, enfrentar y odiar y para eso se necesita compulsión emocional colectiva, que solo puede basarse en el nacionalismo o en la religión. La religión es fingida, solo les sirve de instrumento; cuando no les sirve les sacan de quicio esas nenazas con sotana, como ya sabe el Papa Francisco (por cierto, que alguien le recuerde a Pablo Iglesias lo que es la Iglesia y a qué se dedica; el entusiasmo por el enemigo de mis enemigos suele llevar a patinazos). La tensión territorial hace propicio este nacionalismo desbocado.
La celebración del 12 fue una foto de parte de lo que está pasando: un nacionalismo que abunda en chorradas sobreactuadas y que pretende una sensación de excepción y urgencia que justifique modos autoritarios; unos símbolos que se usan contra españoles porque no intentan unir sino enfrentar; un sectarismo que amenaza la democracia; y todo ello para dar envoltorio emocional y compulsivo lo que realmente está en juego, impuestos, pensiones, servicios públicos, intereses privados en sanidad y educación y control de la prensa y del sistema judicial. Al final se trata de justicia y de libertades. De lo de siempre.
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