«Si no lo hubiera contemplado con mis propios ojos, si no hubiese visto aparecer una y otra vez en la escena a aquella graciosa joven de semblante risueño, de mirada apacible, de blanda sonrisa y ademán tranquilo y sereno, no hubiera creído nunca que Rienzi era inspiración de una musa femenil». Así mostraba su sorpresa Ramón de Navarrete, Asmodeo, en la crítica que publicó La Época el 20 de febrero de 1876, días después de que el madrileño teatro del Circo acogiera el estreno de Rienzi el tribuno, drama en tres actos y en verso.
El día de su presentación, el aforo estaba completo. En pasillos y butacas se rumorea que es obra de una joven poeta, lo que aumenta la expectación. Al finalizar el primer acto, el público «seducido por los pensamientos, que abrillantaban versos rotundos, galanos y armoniosos, quiso conocer el nombre del autor», según cuenta el poeta asturiano Ramón de la Huerta Posada, allí presente. Ante la insistencia mostrada por los espectadores, el actor Rafael Calvo tuvo que rogarles que fueran pacientes, que aguardasen hasta el final de la obra. Sin embargo, concluido el segundo acto la autora hubo de subir al escenario para saciar la curiosidad del expectante teatro. Al ver aparecer en escena a la joven artífice del drama, el asombro fue tan grande que la sala atronó con un unánime y entusiasta palmoteo. La cosa no acabó ahí, pues, según cuentan las crónicas, el tercer acto transcurrió entre una sucesión interminable de aplausos.
Al final, una noche gloriosa que tendrá su continuidad en los siguientes días, si atendemos a lo publicado en la prensa, que se deshace en loas y alabanzas a la autora del drama, sorprendida del carácter «viril» que Rosario, la señorita de Acuña, ha impregnado a los versos de aquel drama, muy lejos de la delicadeza y el lirismo que son atribuidos a las mujeres. Su condición de mujer, de mujer joven, fue uno de los elementos nucleares que articularon buena parte de las opiniones. Al parecer, aquel semblante risueño, aquella blanda sonrisa, rimaban mejor con el ensueño lírico femenil; eran más propios de poetisa empeñada en «pulsar las cuerdas laxas de la lira degenerada de Safo». Pero no, en aquella obra, en aquellos versos, hay una fuerza, un vigor, que, a los ojos de los críticos, convierten a esta joven de ademán tranquilo y sereno en «poetisa viril», categoría tan poco habitual, tan imperceptible para sus lectores, que, uno tras otro, se ven obligados a acudir como único referente a Gertrudis Gómez de Avellaneda, fallecida en Madrid tres años antes.
«Continúa representándose en el teatro del Circo con excelente éxito Rienzi el tribuno, original de la señorita Rosario de Acuña. El público se levanta en masa a aplaudir con entusiasmo la escena del segundo acto...»: el eco de la favorable respuesta obtenida por la obra llega a los oídos de los responsables de las compañías dramáticas. El director y primer actor Francisco Domingo, en carta fechada en Oviedo ese mismo mes de febrero, le anuncia que piensa ponerla en escena a la mayor brevedad. Así lo hace. La incorpora al repertorio de la compañía en la gira que por entonces realiza por Galicia. La del barcelonés teatro del Olimpo no tarda en estrenarla en la capital catalana, mientras que la de Rafael Calvo lo hará en Málaga. La lista de ciudades donde se estrena el drama se irá incrementando en los meses siguientes: Valencia (teatro Principal, abril), Santander (agosto), Zaragoza (noviembre), Cartagena (enero de 1877). En abril le toca el turno a Valladolid y el empresario del teatro Calderón invita a su autora a estar presente el día de la presentación. Allí Rosario saborea de nuevo las mieles del éxito: «fue llamada a escena repetidas veces, recibiendo en ella palomas, versos, flores, aplausos y una magnífica corona». A Valladolid le sigue de nuevo Madrid (en abril se representa en el teatro Apolo), Barcelona (Gran Teatro del Liceo, octubre), Alicante (teatro Español, noviembre)...
A los parabienes de la crítica y la fervorosa respuesta de los teatros patrios, se unen las invitaciones que recibe para colaborar en periódicos y revistas, las propuestas para nuevos estrenos o las felicitaciones que le remiten tanto a ella como a su padre. Las hay de alguna que otra escritora, de tenores, vicealmirantes, marquesas y gobernadores; del marqués de Dos Hermanas (que le anuncia la intención del rey de acudir al teatro del Circo); también de Isabel de Borbón, quien desde el exilio parisino le escribe en carta fechada el 30 de abril lo que sigue: «Tu drama Rienzi el tribuno es una joya literaria en que veo tanta gallardía y tanta naturalidad, como virilidad y ternura». No faltan tampoco los halagos de algunos afamados escritores, que deciden homenajear a la recién llegada con unos versos plagados de felicitaciones y lisonjas que reúnen en un álbum a ella dedicado. Allí se juntan, con ingenio más bien forzado, los versos de autores consagrados como Pedro Antonio de Alarcón, José Echegaray o Gaspar Núñez de Arce con los de otros más veteranos aún como Ramón de Campoamor o Juan Eugenio Hartzenbusch.
Parece, pues, evidente que el estreno de Rienzí el tribuno resultó todo un éxito, que su autora, una joven veinteañera de rostro ovalado y tirabuzones clareados, con la mirada perdida, entre esperanzada y temerosa, había logrado los aplausos del público y el beneplácito de la crítica para iniciar una prometedora carrera como poeta y dramaturga. No obstante, quizás las circunstancias en que se produjo no fueran las mejores. Aquel exitoso estreno tuvo lugar en la antesala de un tiempo de transformaciones, de mudanzas, un escenario totalmente novedoso para ella. Su boda, que tuvo lugar dos meses después, y su posterior traslado a Zaragoza, propiciaron grandes cambios que quizás alimentaran las incertidumbres. ¿Sería capaz de traspasar el umbral del Parnaso en el cual le había colocado Rienzi? ¿Sería capaz de escribir una nueva obra que estuviera a la altura de aquella? Acaso sea esa nueva situación en la que se encuentra, y las dudas que la envuelven, una de las razones que la llevaron a utilizar un seudónimo, por primera y única vez, cuando en noviembre de ese año estrene en la capital zaragozana Amor a la patria, su segunda obra dramática, también en verso.
Ciertamente, aquel nuevo escenario vital no parece muy propicio. Para empezar y por el mero hecho de ser una mujer casada no puede tener el control directo de sus obras: tras la boda, pasa de estar tutelada por su progenitor a estarlo por el hombre al que se ha unido en matrimonio. A las cortapisas legales a las que está sometida, debe añadir los inconvenientes derivados de vivir en la capital aragonesa, alejada de Madrid, su ciudad natal y el principal centro literario del país. No la ayudaba que la distancia le impidiera poder hablar cara a cara con los editores, que avisos y liquidaciones llegaran unas veces a su padre y otras a su marido, que por carta se enterara del extravío de un manuscrito suyo, de un drama inédito en prosa y en tres actos titulado Castigar con la culpa, que había enviado a su editor. No la ayudaba en nada que, al estar alejada de Madrid, pareciera que había desaparecido, que algunos críticos se preguntaran qué había sido de ella, qué había sido de tan prometedora poeta y dramaturga...
Tampoco convendría olvidar que en este tiempo, la etapa zaragozana, es cuando parece que muda su mirada acerca de la vida ciudadana y comienza a desear reencontrarse con la naturaleza; también cuando aparecen las primeras grietas en su relación con Rafael. Los que siguen fueron momentos de grandes cambios: abandona Zaragoza, se instala en una casa de campo a las afueras de un pequeño pueblo situado al sur de Madrid («Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre;…»), fallece su padre de forma repentina y joven aún, se separa del marido, se convierte en una activa propagandista del librepensamiento, de la libertad de conciencia…
Diez años después de aquel sorprendente éxito teatral, la joven poeta, que lo mismo construye un drama histórico con verso vigoroso que un pequeño poema con lírica ironía, decide abandonar toda pretensión literaria y adentrarse por un nuevo sendero. Su pluma se convierte entonces en generoso y eficaz instrumento al servicio de la propagación de las ideas que defiende. Las motivaciones estéticas dejan paso a las utilitarias; el arte al proselitismo; la literatura a la propaganda. La escritora se ha transformado en publicista; la poeta en propagandista: «Lo que antes escribiese, lo rechazo, como nacido en una edad nebulosa, que tenía reminiscencias del candor y recuerdos (emocionales para la mujer) de la propia mística. Parto desde mi Rienzi; sigo con mi Amor a la patria y Tribunales de venganza…». La elección está tomada. Ligera de equipaje avanza con resolución por el «camino de la Verdad, estrecho y orlado de precipicios».
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