El problema de ser rico es que el rico necesita que haya pobres para muchas cosas: para que se note la diferencia, para que haya quien le cuide el jardín, para que le saquen el perro a pasear y para practicar algo de caridad, acrisolada costumbre de las señoras marquesas que queda muy bien ante el servicio, destaca ante la vecindad, se puede contar al confesor y tranquiliza pecadoras conciencias. Supongo que en eso consiste el equilibrio social y supongo que por eso no hay muchos millonarios que militen en la doctrina de la igualdad. Si todos fuésemos iguales, ellos perderían el encanto de ser ricos.
En estas vulgaridades pensaba este cronista después de leer que el Reino Unido se ha quedado sin camioneros por las limitaciones que Boris Johnson puso a la entrada de trabajadores extranjeros. El primer ministro pensó que, como su país es rico, poderoso y tan autosuficiente que puede prescindir de la Unión Europea, tampoco necesita contaminarse de extranjeros sin pedigrí y, si me apuran, sin patria. Así que les cerró las puertas con un candado legal y se quedó sin quien les saque los perros a orinar, ni quien transporte hortalizas al supermercado, ni quien lleve la gasolina al surtidor. El rico del Rolls Royce puede ser el más pobre del mundo si no puede comprar su dosis de caviar porque no ha llegado, ni puede sacar su coche porque no hay carburante, que para él es más vejatorio que no poderlo pagar.
Las imágenes del Reino Unido son de infinitas colas en las gasolineras, de histeria de los conductores que temen quedarse sin carburante y llegan a las manos si alguien intenta colarse. Las estanterías de las tiendas están medio vacías por falta de surtido. Las bodegas están como si se hubiese declarado la ley seca. Las reacciones de los profesionales del volante de otros países son las propias del desahogo: ¡que se jorobe Johnson y pague caro su orgullo por marcharse de la Unión Europea! Las próximas fotografías serán las de soldados al volante de los camiones.
No hay noticias de que la Alemania de Ángela Merkel, que dejó entrar a un millón de refugiados e inmigrantes, tenga problemas de camioneros. Lo que hizo la canciller, cuya herencia es positiva para el 80 por ciento de los ciudadanos consultados, merece una altísima estimación humana y ética, pero también vulgarmente utilitaria: los extranjeros son los que hacen los trabajos que los nativos cultos y acomodados no quieren. Pregúntenles a nuestros paisanos que emigraron a la misma Alemania o a Suiza. O vean algunas de las viejas películas del landismo que, a pesar de todas las censuras, esa realidad la contaban. Por lo menos la insinuaban. Por eso creo que el resultado del experimento Johnson es una gran lección para los movimientos ultras que condenan la inmigración, identifican a los menas con la violencia o crean una inquietante cultura de odio racista.
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