Los añorantes del bipartidismo, las mayorías absolutas y los gobiernos monocolor siempre repudiaron las coaliciones. Dependiendo de la perspectiva, justifican su rechazo con uno o varios de los siguientes argumentos. Primero, el de la estabilidad: las coaliciones, como los matrimonios de conveniencia, son frágiles, convulsas, ineficientes y con tendencia a la ruptura. Segundo, la ley del más fuerte: el pez grande se come al pequeño, el socio mayoritario eclipsa o engulle al minoritario. Tercero, el de la coherencia o incluso fraude al ciudadano: la alianza desvirtúa el programa del partido vencedor y lo sustituye por un pacto no refrendado por las urnas. Y cuarto, aplicable a las grandes coaliciones, cuando las dos fuerzas principales se casan ceden a un tercero la oposición: comparten el pan de hoy y auguran el hambre de mañana.
Nada mejor, para examinar la solvencia de tales argumentos, que observar la experiencia de Alemania. En este país, desde la Segunda Guerra Mundial, siempre gobernó una coalición. Entre 1949 y el 2021 hubo veinte elecciones de ámbito federal. En dieciséis ocasiones, el partido vencedor -democristianos del CDU/CSU o socialdemócratas del SPD- formó gobierno con los liberales del FDP o con los Verdes. En otras tres, todas con Angela Merkel, gobernaron conjuntamente democristianos y socialdemócratas. En realidad, la gran coalición no es un invento de Merkel: tiene un antecedente en 1966. Esa arraigada cultura de la coalición no es fruto -exclusivamente- de la necesidad: en 1957, el CDU de Konrad Adenauer obtuvo una victoria aplastante y una confortable mayoría absoluta, pero optó por coaligarse con el Partido Alemán (ya desaparecido).
Todos los cancilleres presidieron gobiernos de coalición. Adenauer, tripartitos, con liberales y DP. Brandt y Schmidt, social liberales. Kohl, también con los liberales. Schröder, con los Verdes. Merkel, tres veces con los socialdemócratas y una con los liberales. Y ahora, previsiblemente, el socialista Scholz -o el conservador Laschet- con liberales y verdes. Y, sin embargo, nadie pone en duda que Alemania es uno de los países políticamente más estables del mundo.
Tampoco les fue tan mal a los socios minoritarios. Los liberales, cuyo techo de voto se sitúa en el 14,6 % del 2009 y el suelo en el 4,8 % del 2013 que los expulsó del Bundestag, accedieron al Gobierno en catorce de diecinueve legislaturas: diez con los democristianos y cuatro con los socialdemócratas. Su vigésimo quinta participación está al caer.
Y los socialdemócratas, escaldados en sus dos primeras alianzas con Angela Merkel, a la tercera fue la vencida, mientras que sus socios cosechaban el peor resultado de su historia. Quizá parte del éxito haya que atribuírselo a la posición de Olaf Scholz en el gabinete: ministro de Finanzas. Ya lo decía Merkel en el 2017: «La decisión [de ceder esa cartera a los socialistas] fue dolorosa, pero aceptable». También nuestro ex ministro García-Margallo: «Cualquier gobierno es un gobierno de coalición entre el ministro de Hacienda y todos los demás».
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