La lectura de los periódicos del pasado día 11 dejaba la sensación de que el presentismo domina siempre el análisis de la actualidad. Los del 11 de septiembre de 2001 fueron ataques brutales contra civiles inocentes, pero cerraban el siglo de Hiroshima y Nagasaki; de los bombardeos sobre Londres, Coventry o Dresde; del napalm en Vietnam y los gases tóxicos en Marruecos o Etiopía. No fue la mayor matanza ni la más brutal, si se toma como referencia ese siglo XX que acababa de terminar, en el que las reglas de la guerra, que intentaban proteger la vida de los no combatientes o exigían la declaración previa antes de la agresión, fueron tantas veces borradas por el bárbaro y desmedido uso de la fuerza. La novedad era otra: el autor de la carnicería no fue el ejército regular de un Estado. A ello se sumaba que EEUU no había sufrido los efectos de la guerra en su territorio desde el siglo XIX, con la salvedad de Pearl Harbor, un ataque contra objetivos militares y en una isla lejana.
Era lógico que EEUU utilizase su poderío militar para intentar acabar con quienes habían organizado los ataques, también que se reforzasen las medidas de seguridad para prevenir su repetición, lo que careció de justificación fue la posterior invasión de Irak, el nuevo martirio de civiles inocentes, la destrucción de su país. Bush, Blair y Aznar, dirigentes mediocres, carentes de perspectiva histórica, de principios éticos y de dignidad, se convirtieron en los mayores promotores del yihadismo, cargaron de argumentos al radicalismo islámico.
El terrorismo fanático, protagonizado por suicidas que esperan alcanzar el paraíso con sus crímenes, es muy difícil de combatir incluso si es minoritario, mucho más si tiene apoyo social. Es cierto que la propia barbarie integrista lo ha reducido y, como se ha visto en Siria y Afganistán, ha provocado divisiones en su seno, pero el odio contra occidente sigue vivo entre muchos jóvenes musulmanes, incluso ciudadanos de países occidentales. Son ya siglos de agravios acumulados, el rencor no va a desaparecer fácilmente, pero el radicalismo islamista podría perder simpatías si esos países cambiasen sus políticas.
Intentar explicar un fenómeno no supone justificarlo. El fundamentalismo tiene profundas raíces en la religión musulmana, siempre ha existido y resurgió periódicamente con fuerza a lo largo de la historia, pero otras formas más abiertas de entender el Islam han sido las predominantes. Si se ha convertido en refugio ideológico de poblaciones empobrecidas, colonizadas primero por los europeos, divididas con fronteras artificiales tras la Primera Guerra Mundial, sometidas a monarcas y dictadores corruptos apoyados por EEUU y los estados europeos más tarde y humilladas por la tragedia del pueblo palestino, es porque aparece como la única fuerza que se opone al imperialismo occidental predominantemente cristiano.
No se trata de caer en el paternalismo fruto de la mala conciencia, los musulmanes tienen derecho a practicar su religión, pero no a imponer sus convicciones a los demás y ningún Estado democrático puede permitir que se oprima o discrimine a las mujeres o se impida a los fieles de una creencia cambiar de religión o convertirse en ateos. Las democracias deben defender sus valores: los derechos del individuo, la igualdad entre hombres y mujeres, la diversidad de orientaciones sexuales, las libertades de conciencia y de expresión, la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley. Deben defenderlos ante el integrismo musulmán como ante el cristiano, el budista o el de cualquier otra religión, como contra cualquier autoritarismo, pero mal se puede hacer con Guantánamo, con Abu Ghraib, con torturas y prisiones sin juicio, con bombardeos contra civiles que asesinan a familias enteras. Para convencer, es imprescindible que crean en ellos, en su carácter universal, y que los practiquen sin contradicciones. Sin duda, lo dificulta la escasez de líderes con altura moral e intelectual y el enorme poder de un capitalismo multinacional que maneja gobiernos y medios de comunicación y solo cree en el aumento de los beneficios.
Tratar a los musulmanes de igual a igual, sin discriminaciones, es un primer paso, pero insuficiente mientras no se resuelva la situación de Palestina y se cambie la política hacia las tiranías de cualquier signo. Los conflictos de Siria, Libia, Somalia, el Sahel, incluso las revueltas de Egipto, han conducido a un pragmatismo que lleva a preferir el gobierno estable de un régimen criminal al riesgo de implosión de estados poco cohesionados o de surgimiento de gobiernos islamistas. No es fácil cambiar de política, especialmente cuando Rusia y China son competidores con todavía menos escrúpulos políticos que EEUU y Europa en las relaciones internacionales, pero siempre hay vías de presión hacia las tiranías. Un poco de coherencia ayudaría a mejorar la imagen de occidente, aunque el fiasco de Afganistán lo haya puesto todavía más difícil. Si algo resulta poco útil es la viejísima política de la cañonera, hoy del bombardeo con aviones tripulados o con drones, según convenga.
Las medidas de seguridad pueden disminuir los atentados, siempre con un coste elevado para la ciudadanía y una amenaza permanente para las libertades, pero el problema seguirá presente, la violencia resurgirá periódicamente, si no se atajan sus causas. No se puede dar la vuelta a la historia y cuesta corregir los efectos de las tropelías del pasado, pero es posible si se desea realmente.
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