h ay fechas que marcan el devenir de la historia, que suponen un antes y un después. El 9 de noviembre de 1989, con la caída del Muro de Berlín y la posterior desaparición de la URSS, es indiscutiblemente una de ellas. La guerra fría había acabado y el comunismo era derrotado en Europa. Otra es el 11 de septiembre del 2001, cuando el terrorismo golpeó salvajemente el corazón del país más poderoso del mundo. La caída de Kabul en poder de los talibanes el 15 de agosto de este año puede serlo también. Pero siempre es difícil hacer predicciones de cómo serán los cambios derivados de esas fechas históricas. Tenemos el caso de Francis Fukuyama, que pronosticó en 1992 el fin de la historia, con la victoria definitiva de la democracia liberal, tanto en lo económico como en lo político, y la desaparición de las guerras. Ya sabemos que se equivocó. El conflicto de la antigua Yugoslavia de los años 90 dejaba en evidencia la predicción del politólogo norteamericano. Hoy día, 2.800 millones de personas viven bajo «regímenes autoritarios», según la definición de The Economist, muchos de los cuales son auténticas dictaduras, como China, o solo conservan una fachada democrática, como Rusia. Países como Hungría o Polonia, que se libraron del yugo del comunismo, se han convertido en regímenes liberales.
El 11-S supuso un vuelco a la geopolítica mundial, que mostró que ningún país, ni el más poderoso de la tierra, estaba a salvo de la amenaza del terrorismo yihadista, que llegaba a su apoteosis de destrucción con el derribo de las Torres Gemelas y el ataque al Pentágono, que provocaron casi 3.000 muertos. George W. Bush reaccionó invadiendo Afganistán, refugio de los terroristas responsables de los atentados. Se iniciaba la llamada «guerra contra el terrorismo», que incluía invasiones, bombardeos, daños colaterales, torturas, prisiones secretas y recorte de libertades. En el 2003 se produjo la invasión de Irak, arguyendo que Sadam tenía armas de destrucción masiva y vínculos con Al Qaida, acusaciones que se demostraron falsas. EE.UU. había caído en una espiral de intervenciones militares y ocupaciones de países bajo el pretexto de que quería instaurar regímenes democráticos estables. Pero la «guerra contra el terrorismo» tampoco se ha ganado, como se vio con los terribles atentados de Madrid, Londres o París, por no hablar de los que acontecen en países musulmanes.
Veinte años después del 11-S, la salida humillante de Kabul de EE.UU. y sus aliados y el regreso de los talibanes al poder marca otro punto de inflexión: el fracaso total de esa ensoñación que era exportar la democracia a cañonazos, el fin de la estrategia de nation building en países extranjeros, de las llamadas «guerras eternas» y la imposición de la pax americana.
Como pasó tras la caída del muro, acaba una época y comienza otra. EE.UU. es y seguirá siendo la mayor potencia mundial, pero China es ya una seria competidora. El terrorismo es una amenaza mayor que lo era hace dos décadas, pues a Al Qaida se le ha sumado el Estado Islámico. El populismo avanza, la democracia retrocede. Y un simple pero devastador virus ha puesto contra las cuerdas a todo un planeta, amenazado por el cambio climático. No, la Historia nunca acaba, siempre recomienza con nuevas amenazas.
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