Hay un cuento magistral de Raymond Carver, Conservación, que, como otros muchos del escritor estadounidense, narra la vida de una pareja. Él lleva en paro unos meses y vive literalmente atrincherado en el sillón, así que es ella la que sale y entra. La inactividad de su marido preocupa y molesta a la mujer, pero no se atreve a decirle nada: al fin y al cabo, no tiene la culpa de estar desempleado y es un esposo atento. Uno de esos días, al volver a casa, entra en la cocina y abre el frigorífico. Aquí es cuando se da cuenta de que algo anda mal. Un calor compacto le salta a la cara, y no da crédito a lo que ve: el helado se ha derretido y chorrea sobre las porciones de pescado y sobre la carne de las hamburguesas. Pero no solo eso; las chuletas, las salchichas y la salsa casera de espagueti, todo, se ha descongelado. Con maestría, Carver se detiene minuciosamente al describir esta escena, hasta hacernos sentir que olemos todo eso como si lo tuviéramos delante. Unas líneas más adelante, ella lo llama y comienza una discusión que gira en torno a lo sucedido, y si ahora podrán o no comprar un frigorífico nuevo. Ahora que justo él está sin trabajo. Aquí, si el lector está atento, empieza a pensar que es verdad aquello de que un buen texto literario ha de ser como un iceberg y no dejar asomar más de un tercio de su cuerpo, pues los dos tercios restantes se han de completar con la imaginación del lector. Y es que, lo que está podrido en este cuento, además de la comida, es lo que está perdido en esa relación. Lo que ya no va a poder conservarse por mucho tiempo más.
Al ver las imágenes que el colectivo de las kellys de Benidorm colgaron en las redes sociales para denunciar el estado deplorable de varias de las habitaciones que tenían que limpiar (con comida, pañales, tetrabriks de leche, mascarillas usadas, pilas de ropa o restos de basura tirados por el suelo), se me vino este relato a la cabeza. Y es que, la historia que subyace, la corriente oculta que serpentea bajo lo que, a primera vista, se ve en esas fotos, es algo más que la mala educación o el incivismo de ciertas personas. Me los imagino saliendo por la mañana pertrechados con las sombrillas, las chanclas y los bañadores, recién duchados y perfumados, contentos con el nuevo día de playa que tienen por delante. Me los imagino pensando que están en su perfecto derecho de dejar la habitación así, ya que «para eso la pagan», sin siquiera sospechar que detrás de esa puerta que acaban de cerrar dejan al descubierto toda su esencia, lo que realmente son y les define: el olor a podrido.
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