No hay medias tintas. La intervención occidental en Afganistán solo puede calificarse como un estrepitoso fracaso. Un nuevo ejemplo de una ocupación que deja un Estado fallido. Un columnista de The Washington Post ha dado una acertada imagen de lo ocurrido: la caída de Afganistán ha sido como el colapso de las Torres Gemelas, todo en un instante se convirtió en un montón de escombros.
Ni un solo líder occidental ha esbozado un mea culpa tras la reconquista del país por los talibanes. Estados Unidos y sus aliados de la OTAN se llenan la boca acusando al Gobierno y el Ejército afgano de no luchar por su país. Pero quizás deberían preguntarse qué han hecho mal, o qué no han hecho, para que después de veinte años de ocupación no se cumpliera ninguna de las expectativas. ¿Qué falló en el entrenamiento de las fuerzas de seguridad? ¿Por qué no pusieron fin a la corrupción y a la incompetencia del Gobierno? ¿Por qué no lograron acabar con los talibanes? ¿Por qué los soldados se rindieron sin más? ¿Alguien se preocupó de preguntar a los afganos sobre qué futuro querían?
Ante los ojos de los aliados, la estructura del Gobierno de Kabul ha estado pudriéndose durante estos veinte años de guerra. En medio de una corrupción rampante, los dirigentes han acaparado los miles de millones de dólares en ayudas que llegaban para sacar al país de la pobreza extrema. Quizás por ello, la mayoría de los afganos optaron por dar paso a los integristas convencidos de que el Gobierno depuesto seguiría sin hacer nada por aliviar sus penurias. Mientras, militares y políticos siguieron difundiendo al mundo que Afganistán estaba progresando y que las mujeres eran más libres. Ni las agencias de inteligencia advirtieron de lo que se venía encima tras la apresurada retirada de tropas. Sus vaticinios de que Kabul caería en tres meses se redujeron a escasos días. Muchos reconocen ya que no será posible evacuar a todos aquellos que colaboraron con las tropas extranjeras, mientras la Unión Europea se limita a pedir a los talibanes que respeten los derechos humanos y a buscar cómo frenar una nueva crisis migratoria.
Lo único de agradecer fue la sinceridad de Biden el lunes, al ser el primer presidente estadounidense en reconocer que «la misión de EE.UU. en Afganistán nunca fue instaurar la democracia», sino evitar ataques terroristas contra suelo estadounidense. Muchos ahora miran hacia Barbara Lee, la única congresista que votó en contra de darle George W. Bush un cheque en blanco para castigar a Al Qaida en su feudo afgano, en un Estados Unidos herido e inflamado de patriotismo tras los atentados del 2001.
Cuatro presidentes estadounidenses y sus colegas aliados comparten la culpa de lo que ha sucedido y de lo que no ha sucedido en Afganistán durante los últimos veinte años. Pero la ejecución del repliegue de las tropas estadounidenses es algo de lo que solo Biden es responsable. Quizás sería bueno pedirles una rendición de cuentas por la derrota.
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