Para Simone Biles. Las vivencias de la angustia, por si ayudan a alguien. La vida, a veces, solo a veces, menos mal, parece una enfermedad degenerativa. Las fuerzas te abandonan y piensas que el suelo, que no quieres pisar, es territorio minado. No deseas bajar de la cama para caer en un foso de depredadores. Se hace difícil encontrar las ganas y dosificarlas para seguir adelante. La angustia es un dragón que te quema por dentro con su aliento de hielo. El cielo, incluso azul, es una llaga. Caminar cansa. O peor. Pensar en caminar agota. Te sientes fuera de ti. Te miras y ves una larva, un gusano que merece un último pisotón.
Eres un grifo cerrado. Ni una mala gotera. No te mueve ni te conmueve nada. Sientes un dolor ciego, interior. Una furia que no entiende de titanes. Una lava que trabaja tu estómago, inquieta tu corazón y revienta tu cabeza. En posición de off, no encuentras descanso, únicamente una tendencia al desmayo que te incomoda y te asusta, lejano de todo y de todos. Eres un síncope. Absurdo ser humano, te dices en tu pequeñez. Fría sombra, te oscureces en el subsuelo de tu mente, el sótano de un sótano. Puro Thomas Bernhard, el austríaco que auscultó el fin. Duro Emil Cioran, el rumano del grito sin sonido.
La luz es negra en la depresión. Es el luto por ti. Por el que fuiste y que se ha difuminado, que ha dejado de existir, que ha caído en sus propias trampas de desazón. Lograr el equilibrio, tentarlo, es misión imposible cuando no eres capaz ni de tenerte de pie. Es el vértigo de la existencia que te abruma con sus obligaciones, con sus cuentas pendientes, con sus pasados que duelen, con la lista intolerable de los que faltan. Esos nombres tan queridos que no están y a los que te cuesta recordar. ¿Cómo era su voz? ¿Cómo se sentía su sonrisa?
Duelen las costuras. Las del alma y hacen que te duelan también las del cuerpo. Un día te intentaron dar un consejo: «Intenta pensar que la angustia no duele para hacerle frente». Tenía razón: la angustia no duele. Es un vapor, pero quema. La angustia, cuando se prolonga, provoca el dolor real. El que sí notas firme en tu pecho, en las arritmias que galopan sin sentido, en tu mente que se rompe como el costado del Titanic, rajándose contra el iceberg firme del miedo. La angustia te deja sin dormir. Te abre los ojos por la noche con unas pinzas y te clava la mirada en el techo, entre esas manchas de humedad que se parecen tanto a la península de Kamchatka. No dormir es la señal de alarma. Es la evidencia de que algo sucede, de que necesitas ayuda. No una palmada en la espalda. No. Ayuda de profesionales.
Así lo cuenta en su libro José Ignacio Carnero, Hombres que caminan solos. Un libro en el que al destapar su depresión, se destapa él: «Soy uno de esos cobardes, pero somos muchos más». Salir del armario de la angustia, del armario de la debilidad en una sociedad que estigmatiza al que no es fuerte o al que ni siquiera sabe aparentar que es fuerte. La angustia es esa zancadilla que te pones a ti mismo para huir hacia ningún lado y caer, para caer y huir hacia ningún lado. Salir del armario de la ansiedad libera, Simone.
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