Marruecos: la tumba de miles de españoles

OPINIÓN

30 jun 2021 . Actualizado a las 08:46 h.

Verano de 1921. «Los graves sucesos desarrollados en la zona de Melilla»: con este titular a toda página abre el periódico madrileño La Acción su edición del sábado 23 de julio. La prensa de la capital cuenta que el ministro de la Guerra estuvo reunido en el despacho oficial con sus asesores hasta altas horas de la madrugada; también que Alfonso XIII interrumpirá sus vacaciones en San Sebastián para presidir un Consejo de Ministros extraordinario. En los siguientes días el relato (oficial) de los hechos va tomando forma. Se dice que el comandante militar de Melilla Manuel Fernández Silvestre acudió en auxilio de los defensores de la fortificación de Igueriben; que no lo consiguió y hubo de refugiarse en el campamento de Annual, situado a pocos kilómetros. Los miles de soldados allí concentrados fueron asediados por las tropas rifeñas. El general Silvestre, viendo que no podía defender la posición («porque el ímpetu de los moros, en terrible número, era verdaderamente arrollador»), acordó la evacuación del lugar. Los supervivientes se retiraron de Annual al mando del general Navarro, y buscaron refugio en el fuerte de Monte Arruit, a la espera de recibir tropas de refuerzo. No llegaron. La fortificación fue asediada durante varias semanas. El día 11 de agosto los periódicos dan cuenta de la inevitable rendición.

No me cabe duda alguna de que en El Cervigón, en la casa gijonesa del acantilado, Rosario de Acuña seguía con atención todo cuanto se publicaba acerca de esta guerra que no parecía terminar nunca. Aquel escenario de dolor no era nuevo para ella. La «guerra de Marruecos» y el desgarro que producía en las familias de los soldados enviados al frente constituyó la trabazón de su última obra dramática, titulada La voz de la patria  y estrenada en el teatro Español de Madrid en 1893 (La madre de un reservista llamado a formar parte del ejército de África pretende que su hijo se escape a Francia; el ardor patriótico de su padre, un antiguo soldado cuya bravura le colgó al pecho varias cruces en otra guerra africana, se opone a los planes maternos). Aquel conflicto, denominado por entonces «guerra de Melilla», avivó de nuevo su sufrimiento cuando en el verano de 1909 nuevamente fueron llamados a filas los reservistas.  Recién instalada en El Cervigón, decide volver a representarla en el teatro Jovellanos de la villa gijonesa.

Nada de lo que tuviera que ver con las muertes de soldados españoles en el norte de África le resultaba ajeno. Ni en 1909, en aquella guerra de Melilla; ni en esta guerra del Rif. «Sufrimos sed horrible, hambre feroz, frío tremendo; pasamos noches de angustia indescriptible con nuestras heridas picadas por la mosca, chorreando gusanos y martillando dolores rabiosos en nuestros tuétanos; nos arrastramos como piltrafas de vida, dejando reguero de entrañas enganchadas en la maleza; bebimos tinta, orina, sangre de los moribundos...». Dolor y muerte. Miles de heridos, miles de muertos. Llevaba tiempo sufriendo por todos ellos.

El mismo día en el que se informa de la «tragedia de Monte Arruit» el presidente Allendesalazar  presenta la dimisión y el 14 de agosto toma posesión el nuevo Gobierno presidido por Antonio Maura. El general de división Juan Picasso González, quien días antes había sido encargado de iniciar una investigación, se desplaza a Melilla para tratar de averiguar lo sucedido. Un día tras otro la España letrada convive con las informaciones de Marruecos: relatos de heridos, noticias sobre diferentes campañas en apoyo de las víctimas, movimiento de tropas, notas oficiales... También de editoriales y escritos de autores conocidos que ofrecen sus reflexiones acerca de la función del protectorado, de la política seguida al respecto o de la forma en la que debe de resolverse el «problema marroquí». No faltan tampoco referencias a los debates en Las Cortes, donde se califican los sucesos de Marruecos como de «gran vergüenza» y donde se piden responsabilidades. Mientras tanto, el general Picasso continúa su labor, la cual da por concluida en el mes de enero del año veintidós. Tras varias semanas de espera, el autor de aquella minuciosa investigación  hace entrega a sus superiores de toda la documentación en la cual se constatan los graves errores cometidos por los mandos militares, tan evidentes que el Consejo Supremo de Guerra y Marina apreció indicios de «responsabilidades penales».

A medida que la prensa iba publicando algunos de los datos a los que había tenido acceso o, por mejor decir, que le habían filtrado, fue creciendo la indignación popular. La lentitud en la tramitación parlamentaria, las discusiones entre militares y políticos o los rumores que implicaban a Alfonso XIII en el desastre militar, no hicieron otra cosa que avivar en la opinión pública la exigencia de responsabilidades políticas y militares. Haciéndose eco del sentir popular, el Ateneo de Madrid convoca una manifestación para el domingo 10 de diciembre de 1922 con el objetivo de «pedir que se hagan efectivas las responsabilidades del desastre de Marruecos». A la iniciativa se suman diversas organizaciones entre las que se encuentran la Unión General de Trabajadores, la Liga de los Derechos del Hombre, organizaciones políticas juveniles, entidades culturales o asociaciones de vecinos... También nuestra protagonista.

A pesar de contar ya con una edad que no parece muy propicia para la batalla, pues cumplidos tiene los setenta y dos, a pesar de los muchos padecimientos sufridos por quien «siendo mujer, se atrevió, en España, a vivir como persona y por su cuenta», doña Rosario no puede permanecer impasible ante lo que está sucediendo y, una vez más, sale a la plaza pública para hacer oír su voz reclamando justicia. Toma su pluma y escribe tres cartas, tres llamamientos a secundar la convocatoria del ateneo madrileño para reclamar responsabilidades por aquellos miles de muertos esparcidos por suelo marroquí. Se dirige al pueblo asturiano  (« ¡Alza tus puños amenazantes! ¡No dejes pasar este minuto de la Justicia en cuyo camino andas siempre tan firmemente!...»; a los masones («Que esta Liga y nosotros, en grupo compacto salgamos resueltamente a esparcir el grito de horror y de indignación que hoy repercute en todos los ámbitos de la patria»); y a las mujeres (« ¿No escucháis en vuestras almas de madres el crujir de los huesos de ¡QUINCE MIL! hijos nuestros? [...] ¡Mujeres, hermanas mías! Es preciso agruparse, y, en cabalgata de lamentos, de imprecaciones y de sacrificios, ir por medio de las ciudades, de las aldeas y de los campos...»).

Se dice que hubo decenas de miles de manifestantes por las calles de Madrid reclamando justicia. También que hubo mítines y manifestaciones en Sevilla, Alicante, Santander, San Sebastián, Córdoba, Teruel o Barco de Ávila. ¿Y en Gijón? Nada, ni mítines, ni manifestaciones. No me consta que ninguna de las sociedades gijonesas hubiera acordado nada al respecto, ni siquiera aquellas más próximas a las que protagonizaron la movilización madrileña, ni el Ateneo Obrero, ni los masones, ni el Comité local de la Liga de los Derechos del Hombre, que se había constituido meses atrás. Se sabe, eso sí, que el Ateneo debatió sobre el asunto, que el jueves 14 de diciembre se reunió su junta directiva en sesión extraordinaria para deliberar acerca del escrito presentado por el socio José Díaz Fernández (redactor de El Noroeste y recientemente licenciado del Regimiento de Infantería Tarragona en cuyas filas participó en la guerra de Marruecos), en el cual solicitaba que «se acordara la organización de una manifestación pública pro-responsabilidades». Se concluyó que la misión del Ateneo no es de dirección de campañas, sino la de contribuir a que la opinión pública se fije, a cuyo objeto iniciará gestiones para que una personalidad de reconocido prestigio pronuncie una conferencia que fije una orientación a seguir... 

Rosario de Acuña, pesarosa por no haber sido capaz de encender la mecha, de movilizar a las gentes de su ciudad, «el gran Gijón liberal, radical, hondamente (y no de labios afuera) demócrata», para que salieran a las calles reclamando justicia, no puede menos de escribir una tarjeta postal a Gabriel Alomar (uno de los promotores de la Liga Española de los Derechos del Hombre y de quien se dice asidua lectora) para decirle que no entiende cuál es la razón que pueda explicar tal inacción; no alcanza a comprender los motivos por los cuales la ciudad liberal y amante del progreso que eligió para vivir sus últimos años no ha respondido a la invitación del Ateneo de Madrid.

Aunque entonces las calles gijonesas no escucharan el clamor de sus gentes exigiendo responsabilidades por los miles de muertos en África, sí que alcanzaron a oír el eco, sonoro y duradero, de la triple demanda que una de sus vecinas proclamó desde los ásperos acantilados de El Cervigón: « ¡Justicia para los que hicieron, sean los que sean, de los montes de Marruecos el cementerio más espantoso, la sima más horrenda que podrán contemplar los anales de España durante siglos!»