La expectación provocada por el estreno del documental de Netflix El caso Wanninkhof-Carabantes se quedó en poca cosa. Superficial y a la carrera, no llega a rozar siquiera la riqueza de unos personajes y unos lugares que habrían dado para más. Sirvió al menos para volver a enfrentarnos a la mirada de Dolores Vázquez, la inocente condenada por el asesinato de Rocio Wanninkhof y solo indultada luego por la casualidad y el ADN en una colilla de Royal Crown del escenario del crimen.
La mejor historia que conozco sobre la condena de inocentes es Matar un ruiseñor, la novela de Harper Lee (acuérdate de aquella edición de El Círculo de Lectores, con la soga de una horca en la portada, en una estantería de la casa de tus padres) y película de Robert Mulligan, obras maestras en ambos casos. Cuentan, entre otras cosas, la historia de dos inocentes, Tom Robinson, un negro injustamente acusado de violación por una joven blanca que intentó seducirle, y Boo Radley, un joven asocial encerrado en su casa sin relacionarse con nadie.
Muchos empezamos a querer ser abogados admirando a Atticus Finch, el defensor de Tom Robinson interpretado por Gregory Peck. La vida nos demostró pronto que jamás le llegaríamos a la suela de los zapatos como litigantes y todavía menos como personas. Aunque varios años de ejercicio profesional deberían de haberme vacunado contra los prejuicios, creí en la culpabilidad de Dolores Vázquez, pese a que ni una sola prueba la incriminaba. Aquella mujer «fría, calculadora y agresiva», como la retrataron la Guardia Civil y todos los opinadores del momento, era inocente aunque llevase escrita la palabra culpable en la cara. Cuando vuelvo a descubrirme tentado a enjuiciar algún crimen mediático (sea el crimen que sea, sea la víctima que sea), pienso en Dolores Vázquez y se me pasa.
El documental nos vuelve a enfrentar a la ceremonia de los juicios paralelos: la Guardia Civil presionada para arrojar un nombre a la jauría, los familiares de las víctimas convertidos en héroes y portavoces de la verdad, la chusma gritando a la puerta de los juzgados, la información sustituida por el cotilleo… Si en el caso Alcácer la villana mediática fue Nieves Herrero, en el caso Wanninkhof lo fue Juan Manuel de Prada, firmando uno de los artículos más rastreros que se hayan publicado sobre la homosexualidad y la culpa. No se privó de nada, incluido el descaro de comenzarlo citando a Oscar Wilde en la cárcel de Reading. «Nadie me ha pedido perdón», recordaba Dolores Vázquez hace unos años.
Dolores Vázquez también tuvo un buen abogado, Pedro Apalategui. Como Atticus, también perdió el juicio. Un letrado de los de antes, sin ordenador ni móvil, que todavía recuerda como las reclusas de Alhaurín de la Torre gritaban «¡Asesina, asesina!» cuando nombraban a Dolores Vázquez por megafonía al entrar en su celda de aislamiento. La visitó con frecuencia en ese año y medio de descenso a los infiernos y recuerda cómo llegó a decirle: «Pedro, ¿y no es posible que yo haya matado a Rocío y no me acuerde?». De ahí solo se sale con los pies por delante, como Tom Robinson, o muriendo en vida, como Dolores Vázquez.
Antes de que novela y película sean canceladas y prohibida su cita por utilizar la acusación falsa de violación de una mujer para hacer un alegato contra la discriminación racial, aprovecho para citar a Jem, el hermano de Scout, la niña narradora de Matar un ruiseñor: «Scout, creo que empiezo a comprender una cosa. Creo que empiezo a comprender por qué Boo Radley ha estado encerrado en su casa todo este tiempo… Ha sido porque quiere estar allí dentro».
Todo lo que te aleja de lo normal te acerca a la culpa. Dolores Vázquez era Tom Robinson, lesbiana, pero también Boo Radley, antipática. Esperamos del inocente acusado una conducta que no incluye el lujo de la dignidad: arrebatarse de forma airada, desmoronarse, jurar a gritos la inocencia... Exactamente lo que luego hizo el culpable, Tony King. Dolores Vázquez miraba a las cámaras como si fuera a escupirnos a todos, con toda la razón del mundo. Cuando por fin se derrumba, al oír el veredicto de culpabilidad en la sala del juicio, alguien querido se le acerca para abrazarla. Merece la pena detener la imagen ahí para ver cómo, incluso en ese momento de pánico y desesperación, tapan sus cabezas con una chaqueta para no dar lástima mientras lloran.
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