
Otro año nos hemos quedado sin hoguera de San Juan y uno se pregunta cuántas tradiciones festivas y culturales aguantarán mucho tiempo más en blanco, desplazadas por los nuevos ritos impersonales e insulsos de la era digital. Y siguen sin repicar las campanas anunciando la prometida victoria frente a la pandemia, porque esto realmente no va de capitulaciones solemnes que celebrar, aunque continúe dando coletazos la retórica bélica con la que un día de marzo nos despertamos. En este marco, la medida de flexibilización de la obligatoriedad de las mascarillas, de una lógica aplastante (lo irracional era mantener la obligatoriedad en todo espacio público, sin excepción para la inmensa mayoría), incluso aunque haya multitud de incertidumbres sobre la evolución de la pandemia en las próximos meses, nos devuelve un pedacito de nuestro derecho básico de decidir por nosotros mismos sobre los riesgos en que incurrimos. Algo que, para protegernos de nuestras propias determinaciones, nos había sido sustraído (y todavía lo sigue, en otros muchos ámbitos). Pero se adopta en un contexto donde los temores siguen a flor de piel, según el tipo de población y las vulnerabilidades de cada uno, y según el grado que, en la escala íntima del miedo, alcanzan las malas noticias sobre la pandemia, que siguen sacudiéndonos de cuando en cuando.
Entre los experimentos sociológicos (y los inmunológicos, aunque a estos nos prestemos esperanzados y con los dedos cruzados), a los que nos estamos sometiendo en estos tiempos, el del comportamiento social asociado a la mascarilla es de los más fructíferos en enseñanzas. Convertida en objeto fetiche de la pandemia, politizada y utilizada como estandarte de patriotismos e ideologías, pese a su intrínseca inhumanidad y a su radical fealdad nos ha hecho sentir una relativa seguridad (también falsa seguridad) en ciertas situaciones, hasta el punto de que, llevando la protección al extremo, algunos se aferran a ella aunque estén vacunados y aunque paseen a solas por calles semivacías, ahora que ya no es obligatorio llevarla en todo momento. Nada que objetar, naturalmente, a las decisiones individuales sobreprotectoras, o a los que la utilicen a perpetuidad como amuleto, siempre que no se reavive, como sucedió el año pasado por estas fechas, el ardor de los espontáneos dispuestos a fulminarte con la mirada pensando que cruzarse con un “cara despejada”, aunque sea a distancia prudencial y al aire libre, es una práctica de riesgo. Creencia sin fundamento que parece anidar en muchos, contrarios a que respires por encima de tus posibilidades, se diría, aún a pesar de lo que ya sabemos en todos estos meses de pandémico aprendizaje. En suma, no es mejor ciudadano quien decida llevarla en toda ocasión, en exteriores y lejos de una aglomeración, aunque quizá se lo hayan hecho creer.
Recuperar un espacio personal básico que uno mismo gestione, indemne a las prohibiciones e intromisiones normativas o derivadas de la coerción social, es fundamental para recobrar la musculatura necesaria en el ejercicio de las libertades. Ganar capacidad para decidir (incluso para equivocarse, claro) y autonomía personal respecto al cúmulo de imposiciones que hemos venido soportando por necesidad en la lucha contra la pandemia (pero no siempre establecidas de manera proporcional ni con las garantías debidas), es imprescindible si no queremos acomodarnos a la servidumbre. Un riesgo que, sin duda, existe, pues, compartiendo experiencias de este pasado reciente, sorprende el número de personas que vivieron con relativa placidez el confinamiento mientras otros se partían la cara luchando contra la enfermedad o manteniendo sus familias emocional y económicamente a flote. O que se sumaron entusiastas, y aún lo hacen, al discurso de supresión de libertades y generalización del control, en lugar de poner el foco sobre la necesaria y espinosa ponderación y equilibrio entre las políticas de salud pública y la preservación de los derechos fundamentales.
Ni que decir tiene que las pequeñas parcelas de libertad que se recuperan por supuesto pueden ejercerse torpe e irresponsablemente, y los medios nos presentan con ahínco casos todos los días, algunos verdaderamente cabreantes; y eso puede merecer reproche o incluso sanción proporcional por el daño que se provoque a los demás. Pero un sistema que tenga el respeto de derechos y libertades en su base no condiciona su protección para unos al mal uso que ocasionalmente hagan otros de esas facultades. Inquieta, sin embargo, que si las cosas se tuercen, o no progresan suficientemente en la superación de la pandemia (lo que puede perfectamente suceder) no sólo sigamos bajo esta suerte de «libertad vigilada», sino que renazca la dinámica venenosa en la que vuelvan desconfianzas y culpabilizaciones inútiles. Que se repita la tensión de «temerosos contra vitales», se avive la estigmatización y el recelo hacia la población juvenil o hacia aquellas cohortes o grupos sociales para los que no llega la vacuna, niños incluidos. Que vuelva a incomodar la sola mención de la libertad o que dejemos que algunos se apropien y distorsionen su contenido hasta hacerlo irreconocible. Que se nos llame nuevamente a la docilidad y la mansedumbre, a la «disciplina social» tan preconizada y que allana el camino a los partidarios de las democracias autoritarias en boga.
No hubo, en este mes de junio que acaba, fuego purificador que alimentar con el gel hidroalcohólico ni pira a la que lanzar las mascarillas como símbolo de liberación. Y, variante tras variante, con el halo amenazador, consustancial o añadido, de cada letra del alfabeto griego con la que las denominamos (para no perder la tensión emocional de la vida pandémica), parece distanciarse la tierra prometida de la normalidad recuperada, a la que íbamos directos bajo el tañer de los campanarios. Y, al contrario de la Ventana sobre la Utopía de Galeano, esa normalidad plena no se aleja para que caminemos, sino que, en el recorrido hacia ella, adictos al miedo, nos seguimos dejando muchas cosas importantes, entre ellas nuestra propia condición.
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