Ahora que acaba de entrar en vigor la ley de la eutanasia, no dejo de acordarme de una escena de la película Mar adentro (Alejandro Amenábar, 2004) que me sigue emocionando como la primera vez. Se trata de la parte en la que el padre Francisco, el sacerdote tetrapléjico, visita la casa de Ramón Sampedro (magistralmente protagonizado por Javier Bardem), junto a dos secuaces de la iglesia, para convencerle de que merece la pena seguir viviendo. Después de intentar subir, de manera infructuosa -desde la cama, Ramón se sonríe al escuchar los esfuerzos-, la silla de ruedas del sacerdote por la escalera para que pueda entrar en la habitación, los presentes optan por dejarle abajo y que uno de los jóvenes acompañantes del padre suba y baje para reproducir el diálogo.
Es una escena cómica, en la que el pobre correveidile suda como un gorrino, más que por el esfuerzo físico, por los ácidos comentarios de Ramón que le tiene que transmitir a su superior. Y es que Sampedro no tiene pelos en la lengua para decir que si la Iglesia mantiene con tanta pasión la postura de terror ante la muerte, es porque sabe que perdería gran parte de su clientela si la gente deja de tener miedo al más allá. «La institución a la que usted representa -le dice- acepta la pena de muerte y condenó durante siglos a la hoguera a los que no pensaban correctamente. Y eso es lo que hubieran hecho conmigo, quemarme vivo, quemarme por defender mi libertad». Finalmente, aunque optan por hablar sin intermediario, a gritos, la visita no sirve de nada. No hay quien convenza a Sampedro de que cambie de opinión.
Todo este diálogo teológico es, no cabe duda, interesante y daría para un artículo mucho más largo. Pero lo que a mí me tocó la fibra de la película es lo que, antes de marcharse, le dice Manuela, la cuñada de Ramón, al sacerdote. Esta humilde mujer ha estado a su lado durante casi treinta años, día tras día, trayéndole la comida, dándosela, cambiándole el pañal, conversando y discutiendo, riendo y llorando con él al pie de la cama (todo esto queda perfectamente reflejado en anteriores escenas). «Mire -le dice en un alarde de valentía- salió usted por la televisión y dijo una cosa que yo no me puedo quitar de la cabeza. Dijo que en la familia de Ramón no le daban suficiente cariño. Pues para que lo sepa: en esta casa, no se dejó de querer a mi cuñado ni un solo día. ¡Ni uno! Que para eso vengo yo cuidándole durante muchísimos años y lo quiero como a un hijo. Yo…, yo no sé quién de ustedes dos tiene la razón. Y no sé si es verdad eso de que la vida le pertenece a Dios. Pero sí que sé una cosa: usted tiene la boca muy grande».
Son muchas las voces que se alzan estos días en contra de la ley de la eutanasia. Es un tema delicado, con muchas aristas, por supuesto, que en ningún momento debería abordarse de un modo frívolo (partimos del hecho de que la persona que la solicite tiene que sufrir una enfermedad grave e incurable, que padezca un «sufrimiento constante e intolerable»). Pero lo que tengo claro, es que nadie debería entrar a juzgar al otro desde fuera, y mucho menos opinar cosas como que los que lo rodearon no le dieron razones para vivir.
El poeta Rilke, en El libro de la pobreza y de la muerte, señala que muchos no saben morir, que no llegan a madurar y a elaborar su propia muerte, por lo que su vida les es arrebatada desde fuera, muriendo de una muerte en serie, que nada tiene que ver con ellos. Y es que, por muchos argumentos que haya, nadie vivirá nuestra vida, nadie morirá nuestra muerte. Por muy próximas que puedan estar otras experiencias, nadie habrá podido ingresar en la mente del que toma la decisión, ni mucho menos desentrañar los secretos y las razones que habitaron su corazón.
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