Para mí, el principio es que la familia es indivisible». Agotada la tramitación de la ley del divorcio, el diputado de Alianza Popular Francisco Álvarez Cascos publicaba en una cabecera asturiana una contundente soflama contra la norma que, hizo ayer cuarenta años, permitía romper a las parejas rotas. Cascos acabaría dejando AP y divorciándose tres veces en un flagrante ejemplo de que sus principios estaban sometidos a la volatilidad del marxismo grouchista y a un concepto de la física heterodoxo en lo que se refiere a la indivisibilidad de las partículas y de las familias. En aquel Congreso de hace cuatro décadas también votó en contra de la propuesta de UCD el diputado Manuel Fraga, para quien la reforma propuesta por el gobierno era una «ley estridente» en un contexto político perturbador.
En realidad, aquel 22 de junio del 81 el Congreso corregía una anomalía más de la dictadura que sepultó una de las normas más avanzadas de Europa, la que había aprobado el parlamento de la República en 1932 al sancionar una ley que preveía la custodia compartida de los hijos.
Desde aquel mes de junio de 1981, millones de parejas españolas han utilizado la ley promovida por el gobierno centrista sin que la estridencia ni la física de partículas hayan provocado un cataclismo ético. En tiempos de distopía, se podría especular sobre la sociedad en la que viviríamos si el voto en contra de AP se hubiese impuesto y los matrimonios fuesen para toda la vida de dios, incluidas las vidas de los populares que enseguida demostraron que regular para todos es diferente que regularse a uno mismo. Se conoce la algarabía del converso con la que pastores del PP, tipo Cascos, abrazaron la ley contra la que se opusieron en un acto psicológico fallido clavado por Alfonso Guerra cuando les diagnosticó: «Señores, lo de divorciarse no era obligatorio». Y así todo.
Comentarios